PRÓLOGO

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Hoy no tenía que ser un soleado día de enero.

¿Por qué los pájaros revoloteaban de nube en nube, llenando el silencio con su alegre trino?

Deberían de estar acurrucados en sus nidos, esperando que el invierno acabara y trajera un clima más cálido.

¿Por qué la suave brisa acariciaba su rostro de forma reconfortante, casi tierna?

Bruno estaba furioso. Pero no con el sol, los pájaros o el viento.

Su enfado era con la vida.

Sí, con la vida. Ella le había arrebatado la persona que más quería, la única que había logrado entenderle del todo.

Y ahora encima se burlaba de él, alterando la naturaleza.

Cuando se levantó aquella mañana, se lavó la cara con agua fría e hizo una mueca a su reflejo ojeroso en el espejo, no esperaba esto.

Él quería que lloviera, nevara o granizara. A ser posible, todo a la vez.

Deseaba sentir el frío colarse entre los pliegues de su ropa, castigar sus miembros entumecidos.

Después, una fuerte ráfaga de viento le alborotaría los cabellos, dejando al descubierto sus orejas coloradas.

Sus mechones oscuros se llenarían de escarcha y, de pronto, como si una fuerza sobrenatural se hubiese cernido sobre él, notaría el peso de los años a la espalda.

No es que fuera muy mayor; meses atrás había terminado el instituto.

Pero el peso de sus acciones, sus palabras y sus errores era demasiado grande como para soportarlo un solo cuerpo.

Un ruido le sacó bruscamente de sus pensamientos.

Era su hermana Clara que, como siempre, estaba correteando de acá para allá sin tener en cuenta lo que pensarían los demás.

En realidad no hacía nada malo. Se había inventado un juego nuevo, que sólo ella conocía, y lo estaba poniendo en práctica.

Daba pequeños saltitos de un lado a otro, sin parar de hablar entre dientes. Cuando lo creía oportuno, movía la mano hacia delante, blandiendo una rama como si fuera su espada o su varita.

Después, fruncía el ceño con toda la seriedad del mundo y miraba al suelo, para comprobar si su enemigo invisible seguía allí.

Tras asegurarse de que había acabado con él, echaba a correr, palo en mano, posiblemente en busca de otro contrincante.

Bruno negó con la cabeza y suspiró.

Clara ya tenía diez años, pero actuaba como una niña de cinco.

A menudo la regañaba por su comportamiento infantil, pero ella se limitaba a ignorarle y continuaba con sus fantasías.

Como buen hermano mayor, se preocupaba por ella.

Quería que madurara e hiciera amigos, gente de carne y hueso con la que jugar. La chica estaba tan sumida en su mundo inventado que a menudo olvidaba que existían más personas a parte de ella... y Bruno.

Sin quitarle la vista de encima, siguió andando y se adentró en el laberinto de mármol y piedra, que se alzaba de forma sombría, y aportaba al lugar un toque solemne.

Inconscientemente, apretó la flor de cerezo que sostenía entre sus manos. Había llegado al lugar que quería.

La tumba de su madre.

EL PARQUE DE LOS CEREZOS EN FLORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora