TRES

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El capitán McCarthy entró por la amplia puerta victoriana de la comisaría, hoy llegaba más temprano que los últimos días. Al entrar, un olor de oficina inundó su nariz como una ola. Hoy tenía que revisar los partes de la policía de estas dos semanas y había venido antes, por experiencia sabía que el trabajo iba a durar muchas horas. Ser capitán de homicidios en la comisaría de West End era entretenido al principio, pero después le parecía todo papeleo.
    Sus pisadas producían un pequeño chirrido al caminar por el pasillo encerado esa misma noche. Los pasillos de la comisaría eran rigurosamente limpiados todas las noches para que al día siguiente se volvieran a ensuciar con el ajetreo de ésta. Los trabajadores de limpieza eran de los pocos que conocían casi todos los recovecos de la comisaría. La comisaría había transformado drásticamente el edificio. Antes fue el palacio de un traficante de esclavos y fue heredado durante sus generaciones, hasta 1936 que se reformó para su actual usó. Todo estaba cambiado excepto la puerta principal victoriana y un patio que estaba en el centro del edificio.
    Al girar el cuarto pasillo camino a su despacho vio como todas las mañanas a un hombre rubio apoyado en la cafetera, este en cuanto vio acercarse a McCarthy cambió su posición a una más firme
    —Buenos días capitán, hoy hay mucho trabajo ¿no?—era un tono amigable que no quería burlarse de él— Los mismos papeles aburridos supongo.
    —Como siempre —cogió una taza de café y se sirvió un descafeinado con leche, bebió un sorbo  y dijo—. Hoy hay mucho papeleo.
Edmond Waller carraspeó y estiró los brazos.
—Pues vale, hasta luego.
  McCarthy le devolvió la despedida. Le dio una palmadita en el hombro y se fue al despacho. Al entrar vio las tres montañas de papeles (informes de violaciones, agresiones, unos robos y evaluar novatos) que tenía que revisar. El barrio de West End no era muy violento pero daba papeleo. Fue andando con la taza de café ardiendo en la mano con cuidado de no tropezarse y armar una buena.

    Edmond Waller se sentó en su silla y vio sin sorpresa que los otros dos inspectores (dos vagos que estaban ahí de enchufados) no habían llegado. Hoy tenía que rellenar un informe sobre el último caso, se colaron unos yonquis en el edificio de uno de esos ricachones amigos de sus jefes. Un crítico de arte al que le habían robado unos objetos de valor, pero no podía hacer denuncia porque no tenía ningún papel que dijera que eran suyos. Miró el viejo teléfono de su mesa durante unos minutos como hacía todas las mañanas. Pero nada de nada. Llevaba ya dos años en el mismo puesto y se empezaba a aburrir, pero era mejor que anteriores experiencias.
    Arrancó una hoja de una pequeña libreta que tenía y se dispuso a lanzarla a una papelera desde su sitio (un deporte que practicaba todos los días y aumentaba su puntería). Cerró un ojo, apretó la bola hasta dejarla lo más compacta que pudo, sacó la lengua por el lado derecho y empezó a dar impulso a la bola cuando el teléfono soltó un sonido estridente. La pelota cayó en la mesa de uno de los enchufados. Cogió el teléfono y escuchó atentamente a la interlocutora. En la cara se le dibujó una sonrisa.
    McCarthy estaba sacando la punta a un lápiz cuando escucho un grito en la otra sala. Escuchó el ruido de un teléfono seguido por un grito (le pareció infantil). A continuación Edmond entró emocionado. Entró y tiró unas cajas, pero pareció no enterarse.
    —Un caso de asesinato —dijo Edmond, que tenía una expresión más seria— voy a llamar al forense.
    Cuando se dio la vuelta volvió a sonreír.
    McCarthy no había sacado el lápiz cuando se había levantado al pensar que podía salir de sus montañas de papeleo y entretenerse con un caso. Estaba claro que una muerte entre semana entretenía bastante del resto del trabajo.

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