DOS

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   La mañana empezaba cubierta por grandes nubarrones, todos los canales predecían lluvias para ese día y para el siguiente, pero tras las lluvias vendría una ola de calor que batiría récords. A esas horas el silencio se adueñaba de las calles, un silencio que solo era interrumpido por unos pocos coches y algunos comercios que ya abrían.
    Billy descargaba la harina en la parte trasera de la panadería de su padre con sus largos brazos plagados de pequeños pelos. La panadería era un pequeño comercio entre dos calles que llevaba ahí desde hacía años. Billy ayudaba a su padre en la panadería por obligación, un trabajo del que no recibía ninguna recompensa. Castigado por sus malos resultados, recibía la tortura de trabajar en algo  tan cansino. Lo odiaba. Levantarse temprano, cargar con sacos de harina, cocinar, el calor que desprendía el horno y mancharse las manos con la masa, un trabajo insufrible…
    Pensó que luego se echaría a la cama y dormiría un par de horas, escucharía música, pasaría la tarde con amigos y se olvidaría del trabajo. Eso lo arreglaría todo.
   Un grito grave interrumpió sus pensamientos 
    — ¡Billy, tira los sacos al contenedor de atrás! —gritó el enorme padre de Billy mientras empezaba a abrir la puerta de atrás indicándole la dirección con el dedo pulgar— ¡Y vuelve para sacar las llandas!
    Cogió los sacos de arpillera  y caminó resentido hacia la puerta maldiciendo en voz baja al trabajo y a su padre por obligarlo. Cuando llego a la puerta, de hierro blanco en un principio, pero el tiempo y la cocina había dejado una capa de grasa que la hacía amarillenta, la abrió de un puntapié con su pierna izquierda y salió mientras se le caían algunos sacos. El contenedor estaba justo delante. El callejón era oscuro, sucio, y silencioso, muy silencioso.
    Avanzó hacia el contenedor mientras se le caían bolsas por ambos lados. Había empezado a sudar. Se paró al ver algo por el rabillo del ojo. Vio un pie asomando por el extremo del contenedor. Parecía alguien tumbado contra el contenedor. Tirar los sacos de arpillera que sobraban era el mismo proceso que hacia todas las mañanas desde hacía dos semanas, excepto por la figura tumbada que parecía estar durmiendo, todo parecía relativamente normal.     «Esto es nuevo», pensó.
    Echó las bolsas al contenedor de una vez. Ahora se quedó mirando la fracción que veía del sin techo, no parecía haberse inmutado al verle (suponiendo que lo había visto), solo veía su pierna estirada y el hombro derecho. ¿Esperara para colarse?
    Billy se acercó para decirle que se largara. Estaba apoyado en el contenedor con la cara tapada por un gorro de una tela asquerosa, mohosa. No pareció moverse ni dar ninguna respuesta.
   — ¡Eh despierta! —Le quito el gorro de un manotazo y vio su rostro— ¡AHHH! ¡Joder!    Corrió dejando el cuerpo, ensangrentado por el abdomen y con la mirada fija en el fin del callejón como mirando al horizonte. El callejón se volvió muy ruidoso con los gritos de Billy gritando como una niña.

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