Capítulo 5

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Antes de ir al hospital, Celso hizo todo lo que estuvo en su poder para curarle el tobillo y bajarle la fiebre a Ailyne. Procuró que no se le cayeran las babas cuando le quitó el traje y le puso ropa seca. Recordó los días de trabajo en el Centro de Salud y a algunos de los pacientes; ninguno se parecía a ella. Acarició con la mirada la piel translucida de la joven, las venas que formaban un mapa complejo dibujado en varios tonos azulados. A pesar de ser delgada, Ailyne tenía los músculos tonificados y ni sombra de grasa. Las piernas largas y esbeltas completaban una apariencia que cualquier mujer mataría por tener.

—Y cualquier hombre por poseer —farfulló mientras envolvía la pesada cabellera en una toalla mullida.

Le cubrió el tobillo con hielo y pensó si se había olvidado de algo.

Le preocupaba la palidez de su rostro y el hecho de que no se había movido durante todo el tiempo, incluyendo el proceso de acomodarla en la cama. No había soltado ni un gemido. Parecía como si estuviera en trance; con las facciones relajadas, sin ningún rasgo de tensión. Aparentaba ser la bella del cuento clásico, y el pensamiento de que él era la bestia se coló en su mente acompañado de una sonrisa burlona.

No le gustaba dejarla sola, pero necesitaba ayuda. Por si despertaba mientras no estaba, dejó una nota encima de la cabecera. Luego verificó las ventanas y cerró con llave la puerta al salir.

Se había dado una ducha rápida y llevaba ropa seca, pero afuera el frío lo caló hasta los huesos. Un viento fuerte acompañaba la borrasca y estremeciéndose, se puso la capucha del anorak hasta que llegó al coche. Por lo menos el tiempo le había quitado las ganas de un cigarro y se había ganado unas horas más de vida, pensó, decidido a mirar la parte llena del vaso.

Al llegar, descubrió sorprendido que el Centro de Salud se había convertido en «Las tierras exaltadas». Cada espacio estaba lleno de gente; sentados, de pie, apoyándose en cualquier superficie, recorriendo los pasillos con prisa y rostros preocupados. Sillas, bancos y camas portátiles estaban ocupadas. Tuvo que meter la nariz en el hombro para defenderse del hedor a sangre y sudor, pero no pudo hacer nada para escapar del de la desesperación. Preguntó a varias personas hasta que encontró a Irima en un rincón separado del corredor por una delgada tela.

—Oye —saludó susurrando, desviando la mirada del anciano inconsciente que ella cuidaba.

—Guapo. —Irima se giró sonriéndole—. ¿Qué haces aquí? Necesitamos ayuda, por si te ofreces.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, haciendo caso omiso a su comentario. Se sentía fatal por tener que rehusarla, pero el momento no podría ser más desafortunado.

—La tormenta lo empeoró todo. Aparte de nuestros accidentes, anoche se hundió el barco de Reborn. Pasó en nuestro lado y nos traen a todos los que encuentran.

—¿Qué hacéis con ellos?

—Los muertos son llevados a la morgue. Los vivos se quedan bajo supervivencia hasta que les demos el alta.

—¿Bajo arresto? —inquirió, aunque lo tenía bien claro.

Irima se acercó y bajó la voz.

—Creo que sí. Tenemos órdenes claras de que nadie salga del hospital por su cuenta.

«¡Mil demonios!», soltó para dentro. Era peor de lo que imaginaba, no podía pedirle ayuda ni a Irima. Con el hospital lleno de agentes, de ningún modo iba a arriesgarse a llevar a Ailyne allí.

—Me sabe mal pedírtelo, pero necesito ayuda.

—Dime. —Irima le sonrió y Celso ganó coraje.

—Me hace falta lo necesario para cuidar una herida. Todo lo que puedas. Y medicinas. Antitérmicos y antibióticos.

—¿Por qué no pides la receta a tu médico? —inquirió ella. No lo miraba, estaba verificando los datos de una pantalla.

—Sabes que las listas de espera son de meses. Las necesito ya.

—Pero te veo bien. —Irima se dio la vuelta, examinándolo de una mirada rápida—. ¿No estás bien?

Celso se removió incómodo, pensando en qué contestar. Por suerte, ella se apresuró a encontrar sola la respuesta.

—¿Tu vieja herida? —preguntó, tocándole el antebrazo con compasión.

Con los temas mezclándose en la cabeza, Celso no reaccionó de inmediato. Recordó a tiempo que Irima le había curado la herida del costado, la peor de las «cortesías» de sus compañeros dual cuando los había abandonado.

—Sí —improvisó con velocidad, esperando que lo creyera—. Me lesioné con una rama en el trabajo y he vuelto a abrirla.

—¿Quieres que te la mire?

—No te preocupes. Tienes demasiado trabajo, me las arreglo solo. Solo me hacen falta las cosas.

—Te traigo enseguida lo que pueda. No estamos bien aprovisionados y con el alboroto ocasionado por el accidente, lo necesitamos, pero veré lo que pueda conseguir.

Celso esperó a que volviera, sus pensamientos regresando otra vez a Ailyne. Esperaba que no tuviese una rotura de hueso, porque de ser así, no podría ayudarla.

Irima regresó con un paquete y él se apresuró en marcharse.

—Te debo una. Gracias.

—No te preocupes. Para eso están los amigos.

Se despidió con un abrazo y salió al aparcamiento. Una vez que estuvo en el coche, cayó en el pecado y encendió un cigarro, repasando las últimas horas mientras daba unas caladas.

Aunque quisiera, no podía hacer mucho por Ailyne. Procuraría curarle el tobillo, pero no tenía idea de cómo ayudarla a regresar a Reborn.

Ojeó la zona antes de entrar en su casa y calmó sus nervios solo después de asegurarse de que no se veían ni los perros callejeros que poblaban la zona alrededor de los contenedores de basura. Abrió la puerta, esperando escuchar algún sonido que le indicara un cambio en el estado de salud de Ailyne. El silencio fue la señal de que no había despertado, y motivo de preocupación.

Celso juró que los siguientes días fueron los peores de su vida. No comió, no pegó ojo y rezó tanto que no le hubiese extrañado si el mismísimo Dios hubiese aparecido en persona en su salón.

No había tenido una vida fácil, en Stray nadie nacía con esa suerte. Pero nunca se había sentido tan indefenso y rabioso. No temía a los enemigos que tenían rostro y a las luchas en que las posibilidades de ganar dependían de uno mismo. Ahora se enfrentaba a un adversario invisible que se reía en su cara; la infección no podía ser vencida con puños y patadas, y esa era la única técnica que él conocía y en la cual era experto.

La fiebre de Ailyne bajaba lo justo para esperanzarle y luego subía hasta arrojarlo a la desesperación. Probó todas las medicinas y algunos tratamientos alternativos sobre los cuales había oído, y se movió de al lado de la cama solo para cambiar las compresas por otras bien frías. Ella sudaba, luego temblaba y Celso la descubría o la abrazaba, pendiente de sus necesidades.

La tormenta seguía las bajadas y las subidas del malestar de Ailyne. Había momentos cuando la lluvia flaqueaba bajo la fuerza del viento que ahuyentaba las nubes, luego los truenos volvían a gruñir con tal intensidad que le extrañaba que la chica no se alterara.

El tercer día por la tarde verificó su estado por milésima vez y se desmayó en el sillón que había llevado al cuarto, rezando otra vez.


DUAL [ganadora #Wattys 2017 ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora