Capítulo 31

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Mío pagó al último astray con el cual había hablado y se encaminó hacia su destino.

El barrio tenía pinta de haber sobrevivido a la caída del meteorito y de no haber recibido ni una capa de pintura nueva desde entonces. Las construcciones eran tan antiguas y estaban tan demacradas que amenazaban con desplomarse a la primera racha de viento más fuerte. Los edificios se encontraban tan aglomerados que no se veía el cielo si se miraba desde el medio de las calles estranguladas por las paredes. Los colores eran feos, apagados, y el aire pesado llevaba olores de comida caducada y suciedad. El viento hizo volar unos cartones y Mío protegió su rostro con la mano hasta que entró en el inmueble.

No creía haber visto algo más deprimente jamás. A pesar de ser de día, una bombilla en el techo del pasillo irradiaba una luz amarillenta en la cual jugaban motas de polvo ceniciento. El paisaje era tan borroso como en una película de fantasmas. La calidad de vida no parecía ser un concepto conocido en esa zona. Se estremeció y subió las escaleras, teniendo cuidado de ir por el medio y no acercarse a los montones de basura acumulada en los rincones.

La puerta del piso que le interesaba estaba entreabierta y protegida con la misma cinta amarilla específica de las fuerzas de orden locales, pero él pasó por debajo, sin tocarla, empujando la madera con un solo dedo.

Había avanzado dos pasos en el interior de la estancia cuando escuchó un chillido agudo, antes de sentir que alguien agarraba su cuello por detrás. Le extrañó que quién fuese no pesara mucho. Le inmovilizó con facilidad, se inclinó, pasó las manos por encima de su cabeza y se giró con rapidez. Se quedó pasmado ante un niño delgado, de cara mugrienta y pelo revuelto, con los ojos abiertos de modo exorbitante. Le liberó las manos enseguida que observó el labio partido y el moretón que le cubría la mitad del ojo y la parte derecha de la sien.

Mío no tuvo tiempo de abrir la boca antes de que el chaval se escabullera por su lado con la velocidad de un cohete.

—Espera —demandó, pillándole del dobladillo de la camiseta antes de que desapareciera por la puerta. Agradeció llevar los guantes. Suponía que una vez la prenda había sido blanca, pero ahora aparentaba ser la mesa de trabajo de un pintor, tan llena de manchas estaba, y no quería averiguar qué tipo de manchas eran.

El chico luchó, gruñó y dio patadas al aire, incluso procuró quitarse la camiseta para escapar de sus manos.

—No te haré daño —dijo Mío con voz firme, intentando no perderlo, pero teniendo que defenderse al mismo tiempo de los brazos y las piernas que se agitaban descontroladas.

—Es lo que decís todos, hijos de puta —vociferó el chico, a la vez que continuaba forcejeando.

—Te lo prometo —Mío deletreó las palabras muy despacio—. Te dejaré libre si me prometes que no vas a huir. Quiero hablar contigo, nada más. ¿De acuerdo? A las tres, ¿te parece bien?

Esperó un segundo y minimizó la fuerza se su agarre para demostrarle que hablaba en serio. Contó hasta dos y alejó la mano, esperando no perderlo.

El chico se quedó tranquilo, se giró y colocó bien la camiseta sobre su cuerpo huesudo. Levantó la barbilla y lo miró desafiante.

—¿Quién eres?

—Me llamo... —Mío hizo una pausa, pensando en el nombre que le habían dado al nacer y que usaba solo en su familia—. Roif. Me llamo Roif Balagio.

—No eres de aquí —sentenció el pequeño, estudiándolo con atención.

—No. No lo soy —admitió, intuyendo que la sinceridad le ayudaría mucho más que el oro en ese caso.

DUAL [ganadora #Wattys 2017 ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora