Inolvidable

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Maia tenía 6 años cuando mi madre la trajo a casa, yo tenía 14 y vivía en una especie de limbo entre mi padre, nuestra nueva familia y mama. Sin embargo, disfrutaba más estando lejos de mi madre, no es que no la quisiera, pero ella no era la mujer más amorosa y maternal. Cuando era pequeño, a menudo solía olvidarse de mí y de mis necesidades. No es que fuera cruel ni mucho menos, solo estaba demasiado centrada en sí misma y en su trabajo como escritora.

Volviendo a Maia, recuerdo que me impresionaron sus enormes ojos que parecían analizarlo todo, buscando vías de escape en caso de que se desatara una tragedia de dimensiones épicas. De mi memoria no podría borrarse la extrema ternura que tenía hacia los animales, plantas y años después los libros. 

Era obvio que en sus antiguos hogares de acogida había sido maltratada, así que tampoco podría olvidar la forma en la que me miraba con el ceño fruncido, como esperando que en cualquier momento mi amabilidad mutara convirtiéndose en furia y dolor.

Jamás podría olvidar su forma melancólica de tararear melodías, incluso las de las canciones alegres y cómo cerraba los ojos y parecía entrar en un trance fuera de este mundo, a un lugar inalcanzable cuando mamá o yo tocábamos el piano, lo único que mi progenitora y yo teníamos en común.

Recuerdo que era terriblemente educada, hasta el punto de ser robótica. Sus modales me hacían perder la cabeza, una niña pequeña no debía ser así, debía ser juguetona y traviesa, debía verse feliz, no dolorosamente cuidadosa.

Creo, fue esa última cosa que la hacía tan memorable lo que me llevó a establecer esa extraña rutina entre nosotros. Al principio no lo fue, es decir, al comienzo no era de la forma en la que es ahora. No es que esté tratando de justificarme, o tal vez sí soy una terrible persona y me resisto a aceptarlo.

De todas formas, pasaba todo el tiempo en casa haciéndola acostumbrarse a mí a pesar de que mamá la dejaba a sus anchas. Yo le imponía mi presencia dejándola ignorarme o prestarme atención, cosa que siempre terminaba haciendo.

Recuerdo que mamá le sugería que hiciera cosas y ella elegía si quería o no, pero lo mío no eran sugerencias, eran órdenes cariñosas a las que ella empezó a responder sin titubear. No podría negar que eso, me hizo sentir extrañamente unido a ella, como si fuera mi responsabilidad y la de nadie más.

Ella, que siempre dormía sentada en su cama, con su espalda y cabeza recostadas del cabecero, siempre alerta, que me miraba con especial cuidado cuando iba a su encuentro pero que no me alejaba.

- ¿Por qué estás aquí? – Susurró la primera noche que me senté a su lado en la oscuridad de su alcoba, experimentando por primera vez la incomodidad de ser ella al tratar de dormir imitándola. 

Maia tendría 7 años para entonces.

- Aún no eres normal, tengo que hacer algunas cosas traviesas contigo para hacerte algo menos perfecta – Le respondí encogiéndome de hombros.

- ¿Esto es malo? – Me preguntó cuando tomé su mano.

- No lo sé ¿Tu qué crees? – Le pregunté de vuelta, sabiendo que no contestaría. 

Estaba burlándome secretamente de su ingenuidad ¿Qué creía que estábamos haciendo para hacerme esa pregunta?

La noche en la que la hice acostarse apropiadamente a mi lado y volví a tomar su mano volvió a preguntar lo mismo.

- Aún no – Le contesté bromeando, dándole un guiño que la hizo apartar la mirada.

Pasó un año alrededor de eso para que ella se durmiera primero que yo, para que no se tensara al tenderme a su lado. Ahora que soy un adulto no creo que hubiese pasado por alguna experiencia sexual traumática, pero estaba claro que odiaba estar vulnerable y ser tomada por sorpresa.

Pero mi percepción hacia ella con el tiempo no cambió, una niña de ocho años no debía sentirse así, ser tan desconfiada. A veces me dolía el corazón por ella a pesar de que sabía que ahora estaba bien y a salvo.

Y con cada avance, se afianzaba un lazo invisible entre los dos, cada acercamiento, cada renuncia por parte de ella, cada triunfo se sentía esencial para mí de una forma incomprensible pero que era lo suficientemente satisfactorio y saludable para que no preocupara por ello.

A los 10 ya era natural para ella que yo durmiera a su lado, de hecho no importaba que tan temprano se fuera a la cama, siempre estaba despierta cuando yo llegaba.

A los 12, después de una discusión que tuvimos -ya ni recuerdo por qué- ella me buscó a mí por primera vez. Recuerdo, sería imposible no hacerlo, que se subió a mis piernas mientras yo permanecía sentado y me abrazó durante un largo rato, posterior a nuestra reconciliación durmió en mi habitación.

Y desde entonces ambas fueron nuestras recámaras.

Ninguno de los dos decía nada al respecto, pero empecé a darme cuenta que no podía conciliar el sueño con la misma facilidad cuando no estaba con ella. Sabía que eso no era del todo normal, pero mi madre quien era la que debía decir algo al respecto le daba ese extraño toque de normalidad que yo estaba tan deseo de atribuirle.

Está de más decir que durante todos esos años experimenté cambios, empecé a tener erecciones matutinas y despertaba recostándoselas sin proponérmelo. Al principio con un obscuro sentimiento de vergüenza, luego una simple incomodidad. Sin embargo ella nunca dijo nada al respecto, tampoco lo hizo cada vez que me atrapaba en el baño meneándomela furiosamente, ni cuando yo regresaba a la cama descargado con el rostro serio y sonrojado por el esfuerzo.

No importaba qué, ella no se alejaba, y yo estaba conforme con ello.

Sin embargo, yo ya tenía 20 años y seguía sin tener interés en ninguna chica a mi alrededor. Claro que me excitaba con videos eróticos que me pasaban mis amigos, pero no sentía deseo por nadie en específico. Ni necesitaba a nadie más apegadamente como la necesitaba a ella.

Sus 13 y mis 21 años fueron un borrón. Mis amigos insistían en meterme chicas por los ojos y yo salía con ellas, las tocaba, las besaba... pero no avanzaba, no funcionaba, no lograba encontrar o crear esa chispa de la que siempre hablaban.

Y luego, terminaba durmiendo con mi hermana, religiosamente. Cuando llegaba, Maia me miraba con sus enormes ojos, inexpresivos, pero apartaba las mantas para mí y me dejaba abrazarla como siempre.

La verdad que omitíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora