HISTORIA DE LA
VIDA DEL BUSCÓN
Llamado don Pablos, ejemplo de
vagabundos y espejo de tacaños
Francisco de Quevedo
Libro primero
Capítulo I
En que cuenta quién es el Buscón
Yo, señora, soy de Segovia; mi padre se llamó Clemente Pablo, natural del
mismo pueblo; Dios le tenga en el cielo. Fue, tal como todos dicen, de oficio
barbero, aunque eran tan altos sus pensamientos que se corría de que le
llamasen así, diciendo que él era tundidor de mejillas y sastre de barbas.
Dicen que era de muy buena cepa, y según él bebía es cosa para creer. Estuvo
casado con Aldonza de San Pedro, hija de Diego de San Juan y nieta
de Andrés de San Cristóbal. Sospechábase en el pueblo que no era cristiana
vieja, aun viéndola con canas y rota, aunque ella, por los nombres y sobrenombres
de sus pasados, quiso esforzar que era decendiente de la gloria.
Tuvo muy buen parecer para letrado; mujer de amigas y cuadrilla, y de pocos
enemigos, porque hasta los tres del alma no los tuvo por tales; persona
de valor y conocida por quien era. Padeció grandes trabajos recién casada,
y aun después, porque malas lenguas daban en decir que mi padre metía el
dos de bastos para sacar el as de oros. Probósele que a todos los que hacía
la barba a navaja, mientras les daba con el agua levantándoles la cara para
el lavatorio, un mi hermanico de siete años les sacaba muy a su salvo los
tuétanos de las faldriqueras. Murió el angelico de unos azotes que le dieron
en la cárcel. Sintiólo mucho mi madre, por ser tal que robaba a todos las
voluntades. Por estas y otras niñerías estuvo preso, y rigores de justicia, de
que hombre no se puede defender, le sacaron por las calles. En lo que toca
de medio abajo tratáronle aquellos señores regaladamente. Iba a la brida en
bestia segura y de buen paso, con mesura y buen día. Mas de medio arriba,
Historia de la vida del Buscón
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etcétera, que no hay más que decir para quien sabe lo que hace un pintor de
suela en unas costillas. Diéronle docientos escogidos, que de allí a seis años
se le contaban por encima de la ropilla. Más se movía el que se los daba
que él, cosa que pareció muy bien; divirtióse algo con las alabanzas que iba
oyendo de sus buenas carnes, que le estaba de perlas lo colorado.
Mi madre, pues, ¡no tuvo calamidades! Un día, alabándomela una vieja que
me crió, decía que era tal su agrado que hechizaba a cuantos la trataban. Y
decía, no sin sentimiento: