Mantuve los ojos cerrados el suficiente tiempo como para notar que el agradable y reconfortante clima veraniego me abandonase y ocupase su lugar el frío helado de invierno. Un doloroso frío que bloqueaba lo único que aún seguía vivo, mis recuerdos.
Quizás, conservé los ojos cerrados durante meses, o a lo mejor, estaba en mi último exhalo. Esta hipótesis justifica el repentino frío que abrigaba mi cuerpo inmóvil.
Inmóvil. Sin poder abrir los ojos, sin notar el cansancio en mis músculos, sin notar las agujetas en mis mejillas tras haber reído durante horas, sin poder perseguir los rayos de sol, sin poder soñar con tocar el horizonte. Debido a las trágicas circunstancias en las que me encontraba el horizonte había dejado de ser un sueño, un deseo, una meta. Ahora sólo era aquello que podía imaginar pero jamás ver, ni sentir, ni tocar. El horizonte, mi libertad, mi única libertad, arrebatada por mi permanente letargo. Como si mi cuerpo gozase de su enajenación, con sorna, me hubiese dejado dentro, encerrada. Como si mis pensamientos más profundos se hubiesen quedado atrapados en el vestido del alma.
Perpetué todas y cada una de las navidades que hice, todos los regalos, los cumpleaños... Recordé a aquel perro que bauticé como Sparky y tiempo después la muerte le vistió acabando así con el eco de sus ladridos.
Mi madre. A ella siempre la tenía presente, su sagacidad ante los problemas, el raciocinio que me demostraba para persuadirme, pureza refulgían en cualquiera de los lugares en los que ella permaneciese. Su admirable recuerdo acompañaba al de mi padre, un hombre compito y tenaz. Aún podía sentir como con sus fuertes y grandes brazos cogía mi menudo cuerpo y lo sentaba en su regazo, entonces yo reía hasta más no poder al sentir como sus dedos se paseaban por mi estómago produciendo aquellas cosquillas. O simplemente me dejaba reposar la cabeza en su estómago sintiendo como subía y bajaba muy lentamente, sintiendo como vibraba al hablar con su grave voz, sintiendo como el mundo se convertía en un lugar pacífico y tranquilo. Sabía de buena tinta que jamás volveríamos a ser una familia.
Mis padres y yo. Una fotografía que congelé en mi mente por mucho tiempo...
—Cariño, ¿Cuándo estará la cena hecha? —le preguntó mi padre a mi madre.
—Hoy he preparado marisco —le contestó ella desde la cocina.
—¿Qué celebramos? —pregunté yo.
—¿Acaso no puedo prepararle una buena cena a mi familia sin celebrar nada?
—¡Oh! Cariño, por supuesto que puedes preparar marisco cuando te apetezca.
—Yo sí sé lo que podemos celebrar —solté levantándome del suelo del salón. Abracé a mi padre y le di un beso—: podemos celebrar nuestras vidas. Estamos vivos.
—Lina, cariño, eso es un pensamiento muy positivo—me dijo mi madre mientras llevaba una bandeja llena de marisco a la mesa.
Mi padre y yo nos sentamos mientras mi madre nos ponía en nuestros respectivos platos una porción de marisco.
—¿Y qué tal el instituto? —preguntó mi madre.
—Bien... bien... —le contesté yo no muy segura.
Mi madre me miró con lástima. Hacía poco menos de un mes que había empezado a estudiar por primera vez junto con otras personas de mi edad. Debería haberme acostumbrado ya, haber hecho amigos. Pero no era así.
—Querida, sé lo duro que debe ser para ti. En realidad, no hace falta que sigas yendo. Si quieres, tu padre y yo te podemos seguir dando clases en casa, como siempre lo hemos hecho.
—Lo sé, mamá. Pero realmente quiero intentarlo.
Mi madre me miró asombrada, luego miró a mi padre. Él le devolvió la mirada y se quedaron mirándose durante un largo rato. Siempre solían hacer eso. Era como si se volviesen a enamorar por primera vez, como aquellos enamorados que con tan sólo mirarse a los ojos son capaces de verse el alma entera y sin necesidad de hablar, se dicen todo lo que el silencio les ha obligado a callar.
—Cariño, creo que tu madre tiene razón. Deberías
quedarte aquí, en casa, con nosotros —me dijo mi padre
mientras me lanzaba una de sus célebres sonrisas.
—¡No! No, por favor, dejadme intentarlo un poco
más. Sé que puedo hacerlo. Quiero ser como ellos —les supliqué.
—¿Quiénes son ellos? —preguntó mi madre.
—El grupo de chicos que están en la plaza de delante de la biblioteca que siempre veo. Ellos hablan sin parar y nunca dejan de reír. Quiero ser como ellos, tener unos amigos así.
—Querida... —susurró mi madre— ¿has intentado hablar con ellos?
—En realidad... hace un par de semanas me acerqué a ellos. Estaba leyendo en la biblioteca, sentada en uno de los sillones cuando por la ventana pude ver como se sentaban en el banco de siempre con sus bebidas de siempre para hablar... como siempre. Así que doblé la esquina de la página del libro y lo cerré dejándolo encima de la mesa. Caminé hasta la salida, abrí la puerta de la biblioteca y los busqué con la mirada. Me acerqué a ellos. Los tenía a un metro de distancia. Todos dejaron de reír y me di cuenta que no era la distancia de un metro lo que nos separaba, era aquel incómodo silencio lo que había alzado la barrera invisible que me impidió saludarles.
»Tenía miedo y estaba avergonzada. "¿Quién eres tú?", me preguntó una chica morena y alta, a lo que yo le contesté "Lina... Lina Blackwell Crawford". Ellos comenzaron a reírse, yo no entendía el chiste pero pensé que si algo les había hecho gracia a ellos a mí también debería de hacerme gracia así que me reí con ellos.
»Ellos se dieron cuenta de que me estaba riendo y un pelirrojo me preguntó. "¿De qué cojones te ríes?". Le respondí que de lo mismo de lo que ellos reían. Así que la morena de antes les dijo a sus amigos en un ataque de risa "¡se ríe de ella misma!". "¿Qué os hace tanta gracia de mí?", les pregunté y ellos me respondieron "todo".
»Habían dejado de reír. Así que volví a entrar dentro de la biblioteca cogiendo el libro y abriéndolo por la misma página en la que me había quedado mientras me sentaba en el sillón comprendiendo así que mi vida sería un seguido de libros. Un silencio superficial encerrando los gritos de sufrimiento de mi mente —dejé de hablar. Había comenzado a hacer dibujos con el tenedor en el plato—. El silencio que acompaña a la soledad es casi tan ensordecedor como el bullicio que arma una bomba al ser explotada«.
—Lina, no les hagas caso a esos canallas. Sólo los que verdaderamente sepan ver tus verdaderas cualidades serán merecedores de tu amistad —me dijo mi padre.
Yo le respondí con una sonrisa y volví a dirigir mi mirada hacia mi plato. Tenía suerte de tenerlos a ellos.
Más tarde, cuando acabamos de cenar, mi madre me pidió que le tocase algo con el piano antes de irnos todos a dormir. Yo, encantada, me senté enseguida frente al piano y comencé a tocar una canción de Brian Crain. Mis padres me escuchaban maravillados acariciar las teclas de ese fabuloso instrumento que con tanto cariño me había acompañado en mis momentos de mayor inspiración. Una vez hube acabado me acerqué a mis padres para poder abrazarles y desearles buenas noches.
—Os quiero —les susurre.
Y como si de una caricia del viento se tratase aquel susurro se convirtió en el eco que resonó en mi mente haciéndome recordar aquel día como si de ayer se tratase.

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FIN
Science Fiction¿Alguna vez habéis sentido como vuestro pecho se llenaba de fuego? Yo sí, y lo llegué a sentir con tanta intensidad que el fuego se propagó. Todo estalló, se convirtió en cenizas. Y cuando creí que el fin era inminente volví a sentir el fuego ardien...