✧ Capítulo 25 ✧

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Gustav me llevó a la biblioteca. No era de esperar encontrarme frente a una dimensión de libros colocados en estantes que alcanzaban el techumbre voluminoso del castillo. Conforme a su posición, y la de la reina, decía que iban a darme unos días de descanso y reflexión sobre la noticia de mis padres para así aprovechar la oportunidad de conocer más mi futuro "hogar"; claro, dependiendo de la decisión que tomase. Al menos reconocí cuál era su buena técnica: entre más me enamorara del lugar, más iba desear quedarme; aunque, no todo se trataba de ello. Extrañaría a ciertas personas de mi vida (siempre y cuando sobreviviría al ellas visitarme, por supuesto), pero aparte de eso y de los recuerdos de mi progenie, no existía nada de lo que me estuviese perdiendo. Conocía a personas malas y crueles, alejarme de ellas era lo mejor para mí.

Quedarme significaba restablecer mi vida, cambiar. Ya no sería Clarisa la muta des habilidosa. Quizás, solo quizás, había esperanza para mí en este castillo.

Seguí los pies de Gustav sobre la piedra marmoleada del suelo, guiándome hacia uno de los estantes más sugestivos, los clásicos. Habían más de cincuenta ediciones y completaban la cantidad más famosa de los Otros. Podía apreciarse asimismo libros de la tierra de humana, tanto como algunos ilustres escritores, incluido a Henry Price. Respiré profundamente, rozando con los dedos las letras del lomo con su nombre. Gustav me miró de reojo y dejó de hablar sobre El Ingenioso Don Quijote de la Mancha.

—Sí, es la única copia —susurró y miró atraído el libro—. No sabía que estaba en aquí, en fin. ¿Te enseño la colección de manuscritos sobre la mutación sobrenatural?

No esperó hasta que yo asintiera cuando preparaba su camino directo hacia el otro pasillo. Aproveché para tomar el libro y colocarlo en la zona baja de mi espalda. Caminé con indiferencia esperando a que desapareciera de mi vista y me acomodé sobre en una de las sillas frente a la ventana. La mejor manera de ahuyentar a una persona es escabulléndose sin que lo note.

Apreté el libro sobre mi regazo dispuesta a curiosear las primeras páginas, pero el ruido de unas risas llamaron mi atención para volver mi cabeza hacia la ventana. En definitiva, se trataba sobre una chica de los chismeríos y el grupo de centinelas en prueba. Mi corazón se permitió acelerarse al ver a Deborah y alcé la cabeza, solo para darme cuenta que se encontraban también Cole, Damián, Marcus, Finn y Eros. ¿Qué hacían aquí? ¿Acaso trasladaron la zona de entrenamientos hasta aquí?

Menudo cambio de planes.

Centré mis ojos en el pelinegro que demostraba a los demás centinelas iniciados las técnicas de tiroteo. Su mandíbula se encontraba tensa con el rostro totalmente concentrado en su trabajo, obediente a anotar su objetivo. Los músculos fornidos de sus brazos se contrajeron para sujetar con fuerza el arma y con la otra apretar el gatillo. Segundos después el estallido de la botella indicó su logro y se apartó del área con la mirada de orgullo puesta en su hermano. Cole palmeó apremiándolo en su espalda y éste sonrió de lado mientras tiraba el arma para entregársela.

—¿Qué tanto miras?

Me volví espantada y visualicé el rostro de la figura de Evangeline. Se relamió los labios y sonrió acercándose para sentarse a mi lado, junto a la ventana. Su rostro era un sinfín de acertijos. Ella sabía a quién estaba mirando hace unos segundo con mucha atención. Su hermano no era especialmente feo, ni se ignoraba con facilidad. Su atractivo, de hecho, era un imán para muchas chicas y ella misma lo reconocía. Aunque había que admitir que ambos tenían un grande parecido. Su cabello oscuro y sus ojos claros eran la réplica exacta de Damián, tendiendo a la belleza bonita y adorable junto a una combinación de prudencia y sabiduría. Su expresión me hizo recordar los días anteriores cuando la imaginé en mis sueños. Según mi loca intuición, yo la había conocido mucho antes de llegar al castillo.

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