Prólogo

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[Francia, Ciudad de la Torre de Hierro, 18 de febrero]

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Francia, Ciudad de la Torre de Hierro, 18 de febrero

Jacqueline Allard paseaba por las transitadas calles de París en el que sería el último día de su vida. Su reloj de pulsera marcaba las ocho y media de la tarde, y la noche estaba a punto de dejar atrás al día. A sus espaldas, la luz de la Torre Eiffel iluminaba el camino, pero lo último que quería una neurótica era ser vista mientras se quitaba la vida.

Jackie se cubrió la cabeza con la capucha de su sudadera negra de Nirvana –que, en efecto, no era una marca de ropa– y aceleró el paso. Debería haberse puesto algo menos fino que sus cortas medias de lana hasta la rodilla, pero pensándolo bien, quería morir con estilo. Torció por la avenida Gustave Eiffel y avanzó recto mientras atravesaba las calles adyacentes, que estaban rodeadas de turistas posando sonrientes frente a sus aparatosas cámaras. Ilusos.

Unos quince minutos más tarde llegó a su destino final: un pequeño y oscuro callejón detrás del colegio Saint-Dominique. Desde allí se podía observar las ventanas decoradas por dibujos hechos por manos infantiles, tal y como ella misma había pintado en esas aulas años atrás. Parecía que hacía siglos que había salido de aquellas paredes de piedra y silencio, pero no podían haber pasado más de siete u ocho años.

Las gélidas piedras de la fachada, los toboganes ya de colores no tan brillantes, todo aquello le traía muchos recuerdos, y Jackie no pudo evitar hacer una mueca de desagrado por última vez. Por los viejos tiempos. Descolgó su mochila; negra, por supuesto; de sus hombros y sacó el cóctel tan especial que había preparado para esa noche: mitad vodka blanco y mitad lejía. Si eso no la enviaba con rapidez al otro barrio, podía considerarse inmortal.

Sin un ápice de miedo, destapó el termo donde llevaba su obra maestra y le echó algunas gotas más del líquido blanco, que también llevaba en la mochila. Sí, ahora, en definitiva, era perfecto. Esperaba que su padre no entrase en cólera al reparar en que su preciada botella de vodka había desaparecido, aunque tampoco es como si ella fuera a estar allí para verlo. Agitó el recipiente metálico para mezclarlo bien y acto seguido se apoyó en la dura pared del callejón, donde, con un gesto dramático, se lo bebió de un trago. ¡Adiós, mundo cruel!

Sin embargo, Jackie no tenía planeado que un estúpido anciano del edifico de enfrente la viese realizando su particular catarsis y llamase a emergencias. Mientras la chica convulsionaba en una ambulancia, se dio cuenta de que su intento de suicidio había sido frustrado. De nuevo.

 De nuevo

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