Todos sabemos que los elfos representan la luz y la bondad y que, al contrario, los orcos forman parte del mundo de las tinieblas. Lo que muchos desconocen, o a veces olvidan, es que los orcos fueron en su origen elfos que, más tarde, eligieron la oscuridad; espíritus mutilados que permitieron a las sombras entrar en sus corazones. Tanto unos como otros son en principio inmortales.
Cuentan las leyendas que los orcos causaron terribles daños a seres de diversos mundos y distintas dimensiones. Saquearon ciudades, quemaron aldeas y se apoderaron de sus tesoros. De uno de estos orcos habla la historia que contaré, una antigua fabula que permaneció olvidada. A mí me la susurró el viento una noche y creí conveniente escribirla, porque contiene gran sabiduría y poder.
En una era oscura, marcada por diversas guerras y el terror que estas provocaban. El universo estaba sumido en el caos y las tinieblas parecían haberse apoderado de todo. Los orcos vivían en túneles, minas y cuevas y aprovechaban cualquier excusa para generar pleitos y luchas entre sus vecinos. Pero uno de ellos, por difícil que parezca, era un orco bastante pacífico: Operd se mantenía al margen en las peleas y, a pesar de estar siempre enfadado, tenía un espíritu bondadoso —es decir, todo lo bondadoso que puede ser un orco—. Reflexivo, creativo y constantemente en busca de algo nuevo, Operd tenía muchas ideas y llevaba a cabo algunas de ellas. Sin embargo, como ya mencioné, el mal humor no lo abandonaba. Refunfuñaba al despertarse en su horrible cueva y también cuando se topaba con algún compañero, pero no era un buscapleitos y rara vez se peleaba directamente con alguien. Simplemente vivía refugiado en la oscuridad de sus reflexiones, en guerra con el mundo exterior. Como era muy observador, un día descubrió que un gran dragón dorado sobrevolaba la zona. Operd sabía que donde había un dragón dorado se escondía un valioso tesoro. Los demás orcos, muy primitivos, se limitaban a disfrutar de las peleas y a organizar luchas para destruir su entorno, por lo que ninguno de ellos se percató de su presencia. Algunos conservaban tesoros de aldeas que habían saqueado, aunque en las cuevas húmedas y llenas de fango éstos se opacaban y al final parecían una roca más. Otras veces los gastaban en tabernas y apuestas. Los orcos no solían ser ricos, más bien vivían en condiciones miserables, y ninguno poseía un tesoro tan grande como el del dragón dorado. En el momento en que éste pasó, estaban presenciando ansiosos el brutal combate entre un oso y tres lobos. Ajeno a ello, Operd observó pacientemente al dragón y comenzó a estudiar las posibilidades de cazarlo.
Largos años le tomaría, primero, encontrar la cueva en la que escondía su fortuna, y otros tantos necesitaría para cazarlo y apoderarse de ella. No quería compartir con nadie su descubrimiento, sino que toda aquella riqueza fuera únicamente para él. Por ello tardó aún más en lograr su objetivo. Los demás creyeron que había enloquecido y ni le dirigían la palabra a aquel orco que únicamente hablaba entre dientes y ocupaba un día sí y otro también en diseñar su plan.
Tras largos años de duro trabajo, por fin consiguió matar a la bestia. Fue una lucha justa, pero muy encarnizada, que le valió una feísima herida negra en el costado en forma de tres garras de dragón. Operd se adueñó al fin de lo que tanto tiempo había perseguido: un tesoro oculto en una cueva en lo alto de una montaña, como suelen estar los tesoros de los dragones dorados. La cima era totalmente luminosa, pero estaba envuelta en una neblina que impedía verla. Por esta razón, nadie la había descubierto y la riqueza permanecía resguardada en la caverna de la luz.
Al entrar a ver su premio tras haber matado al dragón, Operd quedó cegado por la luz y la grandiosidad del lugar. Dentro de la caverna, incontables monedas de oro tapizaban el suelo; los brillantes, de tamaños inimaginables, hasta podían servir de asiento; de un árbol colgaban frutos de piedras preciosas; un río fluía repleto de perlas, y una cascada caía llena de zafiros. Había también arcas llenas de joyas dignas de un emperador, cofres con todo tipo de objetos de uso diario, muebles de oro y barriles rebosantes de vino y cerveza de excelente calidad. Por último, al final de la cueva, sobre un atril dorado con rubíes y jade engastados, un libro cerrado, bastante grande, estaba encuadernado en oro. Operd dedujo que se trataba de algo importante, pero, como no logró abrirlo, se centró en disfrutar de lo que sí estaba a su alcance. Por un momento, el orco estuvo satisfecho de su conquista, se sumergió en el río de perlas y bebió del exquisito vino de las bodegas.
Sin embargo, la alegría le duró poco. Al rato de haber estado divirtiéndose con su hermoso hallazgo, un miedo insoportable y muchas dudas se apoderaron de él. Si había matado al dragón, ¿qué le hacía pensar que nadie lo perseguiría a él para apoderarse de su nueva adquisición? Además, si iba y venía constantemente, los demás se preguntarían dónde y era posible que lo siguieran. Estuvo dándole vueltas en la cabeza hasta que logró dormir, aunque mal, pues en sus horribles pesadillas le arrebataban sus riquezas y le destruían el santuario. Así que Operd tomó una decisión: dejaría de vivir en las cuevas subterráneas con los demás orcos y se refugiaría en la montaña. Taparía con rocas todos los agujeros de la caverna de la luz, y así nadie descubriría su secreto.
Al amanecer del día siguiente, sin despedirse de nadie, simplemente llevó a cabo su exilio voluntario. Tardó unos meses en tapar todos los agujeros; al final, la caverna de la luz era más bien la de la oscuridad. El único que no alcanzaba era una cavidad al final de la cueva, justo encima del libro dorado sobre el atril con rubís engastados. Para cerrarla se necesitaba una roca grande y hacerlo desde fuera, pero llegar hasta ella era casi imposible, pues había unos riscos muy empinados y todo desembocaba en un gran acantilado. Operd decidió que nadie podría alcanzar aquel punto sin pasar ante él, para lo cual ya había preparado varias trampas, así que quedó satisfecho con su labor. La cueva estaba asegurada. Miró a su alrededor y pudo comprobar que no se colaba ni un solo rayo de luz, excepto por la parte de detrás. De modo que transportó todo el oro y las joyas a un rincón oscuro y colocó una piedra que separaría la cueva por dentro. Así, si a alguien se le ocurría mirar por el agujero que no había conseguido tapar, lo único que vería sería el libro, y el tesoro quedó en penumbra.
Pero la alegría no volvió a Operd, que seguía asustado, con su habitual mal humor y refunfuñando por todo. Al vivir en la oscuridad, se tropezaba a menudo con los objetos y maldecía a cada rato echando sapos y culebras por doquier cuando esto le pasaba. Todo lo bonita que había sido la caverna de la luz cuando la había encontrado lo era ahora de oscura, fría y maloliente. Operd mascullaba y rabiaba. Estaba fastidiado y todo le parecía mal. Le dolía el costado; el veneno del dragón no lo podía matar, pero lo atormentaba día y noche de la peor de las maneras. Pasaba sus días delante de un tablero de estrategia militar, jugando y derrotándose a sí mismo al tiempo que se quejaba de la vida.
(continuará)
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sobre la autora:
"Llega un punto en la vida en el que te das cuenta que no necesitas el permiso de nadie para ser lo que quieres ser. Y yo soy escritora, me encanta imaginar historias, escribirlas y compartirlas."
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