En el palacio real se celebraba la victoria de los elfos y los guerreros: gracias a sus hazañas, la paz reinaría de nuevo. El líder de los elfos entró escoltado por su séquito y se acercó al rey, un anciano de mirada dulce y tranquila que llevaba una corona. A su lado estaban sentadas la reina y Edith, la princesa, que Operd reconoció como su madre. Un elfo pequeño y rubio se escondía tímidamente detrás de unas columnas. «Ése soy yo», pensó Operd. Edith estaba pálida y ojerosa; se veía que un gran mal la atormentaba.
—El reino de Leria os da la bienvenida, gran Farconisc.
Los dos se estrecharon las manos y los presentes aplaudieron, y de esta manera dieron comienzo las fiestas con gran algarabía. Abundaban la comida y el entretenimiento y reinaba la alegría en el lugar.
—Le pido que me conceda dos minutos de su tiempo, ¡oh, gran rey! —solicitó Farconisc con voz ceremoniosa.
—Hablemos —aceptó el rey al tiempo que se levantaba.
Ambos se apartaron hacia un sitio más tranquilo, en uno de los patios interiores. Cuando estuvieron solos, Farconisc le dijo:
—Edith sufre y quiero llevarla conmigo. Quiero que viva entre los elfos. Si está dispuesta a adaptarse a nuestra forma de vida, se le concederá la inmortalidad y no tendrá que seguir sufriendo.
—Mi lugar está aquí, con mi pueblo —intervino Edith, que los había seguido y escuchaba la conversación.
Su padre permaneció en silencio.
—Pero morirás, y yo no puedo soportarlo.
—Y yo no puedo concebir vivir entre los elfos, cuando mi gente me necesita. Te amé, Farconisc, y Dios sabe que fuiste el gran amor de mi vida. Pero he decidido morir entre mi gente y es mi decisión. Tú no podrás hacer nada para evitarlo.
Farconisc se veía triste.
—En fin, si ésa es tu decisión, la aceptaré con todo el dolor de mi alma. Nada puedo yo contra ello. Créeme que estoy dispuesto a salvarte.
—No puedes salvarme de mí misma —sentenció ella.
La visión empezaba a desvanecerse, pero Operd pudo ver que, detrás de una columna, el elfo rubio y pequeño había escuchado la conversación de sus padres.
—Yo no recuerdo eso —dijo enfadado cuando todo se hubo desvanecido. Se encontraba de nuevo frente al libro en la caverna, furioso—. Entonces es peor de lo que creía, la que no me quería era ella. Mi madre me abandonó.
—Deja de culpar a los demás de lo que te pasa, son entes separados de ti y no pueden herirte a menos que tú lo permitas. En realidad, el que se hace daño eres tú mismo cuando los otros no cumplen tus expectativas o no hacen lo que esperas que hagan. Los demás son libres, al igual que tú, de hacer y de creer lo que quieran; por lo tanto, nadie te puede hacer sufrir si tú no quieres. Eres el dueño de tu vida y de tus pensamientos. Tú elegiste que te afectara la muerte de tu madre, a pesar de que siempre supiste que fue su decisión y que nada tuvo que ver con el cariño que sentía por ti. Tú elegiste el camino de las sombras y, por muy mala o buena que fuera esa decisión, la tomaste solito.
—No, ellos me obligaron a hacerlo, ellos me abandonaron, yo no quería eso para mí —negó, a la vez que le enseñaba los harapos con los que se vestía.
—Hace un rato dijiste que ellos no te juzgaban, que por eso te habías ido con ellos.
—Y es verdad, me ofrecieron un lugar entre ellos.
—Entonces no fue tan mala esa decisión, ¿verdad?
—Mi destino estaba marcado.
—Ningún destino está marcado. Siempre hay una elección. Y siempre hay elecciones buenas y malas, el caso es si sabes perdonarte a ti mismo por las cosas buenas o malas que has elegido. Porque castigarte no va a servir de nada.