CAPÍTULO I: Vendida pero no vencida

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—¡Camila! ¡Camila! ¿Dónde te metes, hija? —se escuchó gritar por toda la villa.

Pero la citada Camila no aparecía, y una esclava de ojos verde grisáceo, no muy alta y extremadamente atractiva buscaba por todas partes expoliada por los gritos. Los suelos de mármol tan pulidos que podía reflejarse en ellos, los esclavos que trabajaban en silencio tratando de pasar inadvertidos y las elegantes cortinas en tonos azulados que se mecían con el viento no le revelaron nada, por lo que, finalmente, corrió hacia el piso superior pensando que esa era la mejor opción para encontrar a su dómina. Si hubiera salido a la ciudad, hubiera mandado preparar una litera y ella se habría enterado.

Con alivio y como esperaba, la encontró recostada sobre unos cojines en ese viejo altillo que solo se utilizaba para guardar trastos. Leía un pergamino a la luz de unas cuantas velas. Ovidio, seguro. El arte de amar. El dómine odiaba ese libro desde que el emperador Augusto afirmó que sus versos habían llevado a su hija Julia a una vida de libertinaje y prácticas impropias de una respetable matrona romana. Cuando pilló a su dómina leyéndolo casi le parte el rollo en la espalda. Pero ella era testaruda y no consentía que nadie le dictara lo que ella leía.

—Dómina, tu padre te llama —dijo Octavia sacando a la chica de su veloz lectura.

—Sabes que puedes llamarme Clarke cuando estamos a solas —afirmó por enésima vez a su esclava personal.

Se puso en pie y se estiró para recuperarse de la incómoda postura en la que había estado tumbada. Tener que esconderse para leer ciertas cosas la enfadaba, pero había aprendido a acatar los deseos de su padre... al menos en apariencia. Era la mejor forma de gozar de cierta libertad cuando nadie miraba.

Se colocó bien la fresca túnica de color azul apagado que llevaba. Roma en julio era una auténtica hoguera y se sentía empapada por el sudor pese a haberse bañado hacía apenas unas horas.

Miró a su esclava, que esperaba paciente a que ella saliera de la habitación para seguirla en actitud servil, con la mirada gacha y las manos entrelazadas al frente. Odiaba que Octavia fuera su esclava. A sus ojos era su mejor amiga y la chica a la que le debía su nombre. Se la entregaron como esclava de alcoba siendo muy pequeñas ambas, tanto, que Octavia no era capaz de pronunciar Camilla y la llamaba Clarke; desde entonces todo el mundo la llamaba así, menos su padre, que se negaba a usar lo que él llamaba "ridículo diminutivo".

Octavia observó a su dómina: rubia, un poco más alta que ella, con generosas curvas y unos ojos tan azules como el mismo cielo de primavera. Sus rasgos rivalizaban con la propia Venus, pese a que fuera un sacrilegio pensar algo semejante. Aunque lo más bello de ella no era su deslumbrante físico, sino la gentileza de su carácter. Esclavo, liberto o patricio recibían el mismo trato por su parte. Para ella todos eran iguales... Una forma de pensar peligrosa, pero valiente y fresca.

—¿Dónde está mi padre? —preguntó Clarke.

—Te espera en el atrio para ir al balcón.

—¿Más gladiadores nuevos?

—Eso me temo, Clarke.

Clarke suspiró resignada, aunque con claro gesto de desagrado mientras caminaba deprisa hacia donde su padre la esperaba, seguida de cerca por Octavia. Pese a su malestar, recogía la parte colgante de su túnica con exquisita elegancia, haciendo que ondeara a ras de suelo, pero sin rozarlo siquiera.

Desde que el emperador Calígula había subido al poder, se celebraban juegos a diario, haciendo necesario que los lanistas tuvieran que abastecerse de más y más esclavos para ser entrenados y más tarde sacrificados en la arena. Eso la asqueaba y, salvo por la muerte de su madre, podría decir sin exagerar que vivir en un ludus era la mayor carga de su vida. Algunas veces apenas tenía tiempo de aprenderse sus nombres cuando los traían cadáver de los juegos... era una tragedia que parecía que solo ella veía como tal.

Sangre y Arena, Bajo el látigo de RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora