CAPÍTULO VII: Toma de contacto

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Apenas amanecía cuando dos guardias la despertaron entrando en su celda. Le había costado mucho conciliar el sueño esa noche, en parte debido a cierto alboroto que habían causado los guardias corriendo de un sitio a otro y llamándose a gritos, pero sobre todo porque a aquel sucio y viejo jergón que le habían proporcionado no le habían cambiado la paja desde a saber cuándo, haciendo que los montones de paja seca pegados entre sí se le clavaran en la espalda. Y luego los romanos se atrevían a llamarlos a ellos salvajes... había dormido en lechos de ramas de árbol más cómodos. Hasta el suelo lo habría sido.

La llevaron por uno de los pasillos tomada por los brazos y la empujaron a una especie de terraza que daba a la arena donde la habían azotado el día anterior. Mantuvo el equilibrio a duras penas cuando vio que todos los gladiadores estaban allí. Caer rodando al suelo no parecía lo más inteligente delante de aquellos perros amaestrados para la lucha. Que la vieran débil era el peor error que podía cometer.

Vio que charlaban entre ellos en distintas mesas mientras comían de cuencos de madera, algunos chillaban mientras otros se enfrentaban disputando pulsos. Otros permanecían silenciosos con la vista centrada en su plato. Pero toda actividad cesó al verla aparecer a ella. Había luchado en decenas de batallas sin sentir miedo, pero le costó no encogerse ante al menos dos docenas de miradas de aquellos hombres enormes y de músculos cincelados. Si decidían hacerle algo, ni todos sus dioses juntos podrían salvarla.

Se las arregló para componer una postura erguida y digna y caminó sin prisa hacia donde estaban las ollas con comida. No podía dejar ver que sentía miedo o los lobos hambrientos se echarían sobre ella. No fijó la mirada en ninguno, sino que dirigió su vista al frente como si nada de todo aquello existiera a su alrededor y su único objetivo fuera conseguir un buen desayuno... cosa que resultó imposible al descubrir que las ollas estaban llenas de más gachas aguadas. Aun así, se sirvió y al girarse casi trastabilló al ver que dos hombres estaban a pocos centímetros de ella con una sonrisa malévola en su rostro.

—Menudo regalito nos ha traído el dómine, ¿no crees, Atom? —preguntó el hombre de piel oscura que la miraba con lascivia.

—Estoy de acuerdo, Wells. Un poco esmirriada para mi gusto, pero seguro que se moja enseguida —contestó el pálido moreno con el cuerpo cubierto de marcas de tatuajes desvaídos y algunos latigazos, pasándose la lengua por los labios.

—¡Dejadla en paz! Escuchasteis a Doctore, nadie puede tocarla si no es para luchar —dijo Lincoln apareciendo al lado de esos dos hombres asquerosos.

—Entonces espero con ansias que sobrevivas a este día, zorra escita, porque me muero por "luchar" contigo —dijo Wells antes de irse riendo con su amigo a una de las mesas.

—Ve a sentarte con los demás reclutas, Lexa. Y yo que tú no me apartaría de ellos —sugirió Lincoln antes de volver al lado de Nyko.

Se fijó en la sala y descubrió a los cuatro hombres que habían formado el día anterior junto a ella sentados en el suelo, y se encaminó hacia ellos con todos sus sentidos alerta. Si quería sobrevivir allí, iba a tener que ir con ojos en la nuca, porque dudaba que esas órdenes de no tocarla fueran obedecidas para siempre.

—Bienvenida al matadero —dijo un chico de ojos azules y pelo largo algo grasiento cuando se sentó entre ellos—. Soy Murphy, ese es Miller —explicó señalando a un joven de piel oscura—, y este es Monty —añadió palmeando a un chico de rasgos extraños que le recordaron a alguna de las tribus de las estepas—. Aquel no sabemos quién es porque no habla —añadió señalando a un gigantón con la cara deformada o bien de nacimiento o bien en un accidente, pero que le sonrió con una dentadura de lo más irregular.

Sangre y Arena, Bajo el látigo de RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora