CAPÍTULO II: Mercancía de calidad

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Veía sombras deambular por el pasillo frente a ella, a través de los barrotes tras los que la habían encerrado. Su pelo enmarañado le permitía ver apenas la luz de las antorchas que iluminaban el lugar, mas no su celda. Una lástima, ya que un fuego hubiera sido una buena forma de escapar.

Con el paso de las horas dejó de centrarse en el ir y venir de sus captores para, sin poder evitarlo, dejar que su mente vagara hasta su pasado, hasta el justo momento donde su vida se desmoronó, recordando como cuatro soldados consiguieron derribarla de su caballo, arrebatarle sus armas y arrojarla al interior de un carro enrejado con otros miembros de su pueblo.

Aferrada a aquellos barrotes que le segaban las manos, gritó llamando a su hermana hasta que quedó ronca por el esfuerzo y el humo de las cabañas incendiadas, hasta que no supo si este era el causante de sus lágrimas o era por el dolor de la escena que estaba presenciando. Su casa, la más grande del poblado, ardía y se desmoronaba mientras los legionarios cazaban en su puerta a los que en ella se habían refugiado, ancianos y niños en su mayoría. Una andanada de flechas romanas tumbó la última acometida de sus jinetes, comandada por Anya, su reina, la mujer a la que ella aspiraba a suceder, cuyo cuerpo se perdió entre el barro y un tumulto de caballos heridos que luchaban por ponerse en pie. Cuando vio a uno de ellos galopar con la crin en llamas lo interpretó como una señal de sus dioses de que su pueblo había sido derrotado... Y gritó, como nunca lo había hecho, ni en el campo de batalla dejando explotar toda su furia ni en el lecho embargada por el placer. Gritó por cada cuerpo inmóvil en el suelo, por cada corcel abatido o herido, por cada lucha ganada para ahora ser derrotada en su batalla más importante, por cada cicatriz, por su hermana a la que no lograba encontrar, por su vida perdida... Pero pronto dejó de gritar. Un golpe en todo su rostro propinado por uno de los legionarios la dejó inconsciente.

Cuando despertó horas después yacía en el carro con una decena más de escitas de piel cenicienta y ojos vidriosos, y se movían por las que habían sido sus tierras, ahora en buena parte calcinadas o regadas de cadáveres. Preguntó a todos sus compatriotas por su hermana, mas todos negaron con la cabeza. Cuando otro carro pasaba por su lado con más prisioneros repetía la pregunta, muchas veces recibiendo más golpes por parte de sus captores, pero nadie la había visto. Sí pudo ver en uno de ellos a la que había sido su más fiera rival: Lexa. Con una herida en el abdomen que empapaba su ropa se aferraba a los barrotes mirando hacia la lejanía sin ver realmente. No había visto a Koré en ninguno de los otros carros y supuso que de ahí el estado de su enemiga. Pese a sus rencillas, sintió pena por ella durante unos segundos, hasta que el rostro de su hermana volvió a su mente.

Fueron semanas de viaje, meses donde muchos murieron y fueron abandonados al lado del camino. Supo cuándo dejaban sus tierras porque el tiempo fue cambiando a más caluroso y sus ropas, por ajadas que estuvieran, empezaron a darle calor. Fue entonces cuando dejaron de estar en manos de los legionarios y pasaron a las de unos hombres que parecían comerciantes, pero que aun así llevaban con ellos una fuerte escolta armada. Los carros se dividieron y el suyo, junto con el de Lexa y otros dos, partieron hacia el sur. Casi todos sus ocupantes eran guerreros o mujeres jóvenes, ambas cosas en muchos casos.

El trato que habían tenido con ellos mejoró levemente y les daban dos platos de gachas aguadas al día, así como una pequeña jarra de agua y unas frescas túnicas que, pese a su tela basta, parecían ir mucho más acorde con el clima.

Intentó escapar, muchas veces. Casi cada vez que detenían el carro para que pudieran bajar a hacer sus necesidades ella trataba de echar a correr a pesar de sus grilletes en manos y pies, pero nunca lograba alejarse más de unos pocos metros antes de que la detuvieran. Los legionarios le habían dado más de una paliza por ello, en cambio los comerciantes se reían y tras un par de latigazos la devolvían el carro.

Sangre y Arena, Bajo el látigo de RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora