CAPÍTULO X: Elige

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Habían curado sus heridas para después devolverla a su celda, prácticamente lanzándola contra sus paredes. Estaba maltrecha, aunque nada que no hubiera experimentado en un ajetreado día de caza a lomos de su caballo persiguiendo a un esquivo ciervo. Salvo por el fuerte golpe que Marcus le había asestado en la cabeza con la vara, el resto de heridas eran apenas arañazos que se podría haber hecho al galopar entre los árboles.

Pese a que se había lavado, aún podía sentir el sabor de la sangre del romano en su boca. Le habría arrancado de cuajo el miembro con los dientes si él no hubiera sido tan rápido al golpearla. Aun así, estaba segura de que no volvería a acercar la polla a una boca que no la deseara con tranquilidad.

Pese a sus dolores no podía evitar sonreír en la oscuridad de su celda. Le había dado una buena paliza al amo de la casa... ahora la matarían. Y sería libre.

Esa idea había ido apoderándose de su mente como unas fiebres durante las últimas horas y estaba segura de que era lo mejor que podía esperar. La altiva y orgullosa Roma no dejaba escapar a sus prisioneros, solo los humillaba y vejaba hasta que ya no fueran de utilidad y luego se deshacía de ellos. Pero Ontari estaba decidida a saltarse ese paso previo tan indigno. A fin de cuentas, no tenía nada que perder con su pueblo masacrado, y seguramente su hermana yaciendo entre sus restos. Sabía que Lexa estaba no muy lejos de ella, pero ese no era motivo para sobrevivir. Habían sido rivales toda la vida... ella abrazaría la muerte antes, venciéndola en librarse pronto de su sufrimiento.

Pasaron varios días, días en los que no le llegó comida alguna y lo único que hacía parecido a beber era cuando le arrojaban cubos de agua helada para que se congelara en su celda. Por suerte aquella tela tan elegante absorbía bastante líquido y a base de estrujarlo consiguió no morir de sed.

El dolor de estómago por el hambre y el frío no la dejaba dormir y en esas largas horas solo rezaba a sus dioses para que el dejarla pudrirse tras aquellos barrotes no fuera la idea que Marcus había tenido para acabar con su vida. Podría dejar de chupar aquel vestido mojado y dejarse morir de sed. La agonía sería terrible pero no duraría más de tres o cuatro días... menos, con lo poco que estaba bebiendo ya. Tal vez eso fuera lo mejor.

Empezó a permanecer inmóvil cuando le arrojaban más cubos de agua y se limitó a permanecer en un rincón de la estancia con los ojos cerrados, dejando que su cuerpo expulsara lo que necesitara sin siquiera moverse un ápice. Al poco tiempo perdía la consciencia a menudo y en sus sueños volvía a montar por la estepa, a veces con su hermana aferrada a su cintura y otras con ella en otro corcel a su lado. Había crecido y se había convertido en la gran guerrera que Ontari sabía que llegaría a ser.

Cada vez permanecía más tiempo en aquel estado de catarsis donde sus sueños se convertían en su mundo y olvidaba dónde se hallaba de verdad; por eso, cuando una luz intensa le hizo abrir los ojos y una sombra se inclinó sobre ella acariciando su cara y llamándola por su nombre no pudo evitar sonreír feliz de haber llegado por fin a la otra vida.

—Madi... mi pequeña —gimió apenas sin fuerzas para volver a sumirse de inmediato en la oscuridad.

—¡Llamad a Abby, rápido! El dómine la quiere viva y está mucho más cerca de lo contrario —exclamó una fuerte voz mientras una figura pequeña lavaba la cara de la escita tratando de devolverla a este mundo.

***

Marcus había ido despertando del sueño inducido por las hierbas poco a poco, lo necesario para que sus dolores no lo atormentaran en demasía. Le costó casi un día tener la mente clara y poder incorporarse en el lecho para beber un suave caldo de carne que Drew le había traído y que le ayudaba a tomar cuando su mano temblaba.

Sangre y Arena, Bajo el látigo de RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora