CAPÍTULO V: Una noche de sorpresas

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La llegada del senador Graco y su hijo siempre hacía que toda la villa anduviera revuelta. Los esclavos corrían de un sitio a otro organizando y decorando. En las cocinas se preparaban las mejores viandas sin reparar en gastos, las vasijas del vino más refinado se subían de las bodegas y, al igual que los dómines se acicalaban con esmero, algo parecido se hacía con algunos gladiadores, a los que se obligaba a bañarse y a aceitarse el cuerpo para que sus músculos brillaran. Rara sería una cena con los Graco si no terminara con un combate de exhibición.

Hasta los esclavos habían cambiado sus sencillas túnicas de color pardo y algodón basto de diario por unas de raso escarlata. Las esclavas, en particular, resultaban inquietantemente bellas con esos atuendos, pero nadie las miraría dos veces... como si se trataran de un mueble más.

Raven y Octavia serían las encargadas de servir la copiosa cena traída desde la cocina por otros esclavos, pero por claras instrucciones de Clarke, en cuanto el vino comenzase a correr en demasía, debían desaparecer de allí y refugiarse en los barracones donde tenían sus dependencias.

El no poder hacer lo mismo por todos los sirvientes de la villa era lo que atormentaba a la joven dómina, que permanecía junto a su padre frente a la puerta de la villa esperando a sus distinguidos comensales. Pero conocía sus limitaciones y conseguir que sus dos amigas escaparan de los sobeteos y las vejaciones a las que se sometía a los esclavos cuando se abusaba del alcohol era lo máximo que podía hacer sin levantar las sospechas de Marcus.

Junto a ellos se encontraba Titus...Tuvo que reprimir una carcajada al ver las marcas de su cuello. El rumor se había extendido por la villa como el agua por los canalones cuando llovía: se había intentado propasar con "el regalo" de su padre y casi moría asfixiado.

La chica había recibido un buen golpe por parte de un guardia al separarla de Titus, pero no tuvo mayor castigo. Lejos de disuadirlo, Marcus estaba más determinado que nunca a poseer a aquella salvaje mujer. Hasta se había burlado de la falta de hombría de Doctore al no ser capaz de someterla.

Aquel viejo griego era un ser patético a ojos de la rubia. Fue un gladiador de habilidad relativa en los inicios como lanista de su padre, que había sobrevivido por pura suerte y había ganado honores debido a su crueldad, cosa que satisfacía sobremanera a Marcus, que lo nombró Doctore cuando el anterior murió. Un hombre con ínfulas que debido a su posición solía olvidar que también era un esclavo.

En ese momento llegó Thelonius junto a su mujer, Alie. Ella era una belleza morena de porte regio que intentaba disimular su baja estirpe con sedas caras y joyas exageradas. Una mujer originaria de provincias romanas en Persia que había conocido a Thelonius en uno de los viajes comerciales de este y lo había encandilado.

Clarke le besó las mejillas a modo de saludo sintiendo, como siempre, que esa mujer estaba hecha de hielo. Era sagaz, de eso no cabía duda, y estaba increíblemente bien informada de todo lo que sucedía en el Palatino. Al menos su presencia mantendría a su esposo calmado en sus gestos, y sus chismes palaciegos le servirían para distraerse de Finneus... que aparecía por la puerta siguiendo a su padre.

Dante era un hombre bien parecido pese a su edad, algo más elevada que la de Marcus, con el cabello cano bien arreglado y un gusto incuestionable en cuanto a la moda. La toga de color aguamarina hacía juego a la perfección con sus ojos, y su rostro mostraba una sonrisa afable, aunque siendo político esa solo sería una de sus múltiples máscaras. Decían que el senador Graco era capaz de cambiar con tan solo un discurso de unos minutos el sentido completo de una votación en el senado... siempre para que se ajustara a los deseos del emperador, por supuesto.

Sangre y Arena, Bajo el látigo de RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora