CAPÍTULO VIII: Propiedad

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—Nunca entenderé tu pasión por pasear entre la plebe, hermana —dijo Ilian con su habitual gesto de desagrado, uno que había sabido componer desde su más tierna infancia, haciendo que resultase un niño que parecía un anciano gruñón.

—Y yo nunca entenderé la tuya por permanecer todo el día encerrado en tu biblioteca recibiendo a hombres tan rancios como lo son sus palabras en el senado, hermano. Por ello estamos en paz —respondió Luna aferrándose a su brazo, no fuera que el joven tratara de escapar de vuelta al hogar.

—Esas palabras que tan rancias te parecen contienen toda la sabiduría de Roma —dijo él indignado.

—Y ahora estás en Roma, Ilian. La magna ciudad a la que aspiras a representar. Mira a sus gentes, es por ellos por los que hablarás en el senado. Sus calles, sus sonidos, sus olores y su vida son la razón misma de la existencia del senado. Así que deja de gruñir y empápate del ambiente por el que tus palabras se alzarán. Y si no es así, al menos sé un buen hermano y acompaña a tu hermana al mercado para protegerla de esta plebe que tanto te desagrada —exclamó ella señalando lo que le rodeaba y haciendo que su hermano pusiera los ojos en blanco mientras varios de sus esclavos se reían ante la espontaneidad de su dómina.

Y es que Luna Albino no era lo que nadie esperaría de una joven noble romana. Pese a ser la hija del difunto senador Cayo Albino, uno de los hombres más poderosos y amados por sus congéneres durante el reinado de Tiberio, ella demostraba cierto desdén hacia las tradiciones, poca reverencia hacia el senado y, por decirlo sutilmente, una actitud relajada hacia los cometidos de las mujeres.

Pese a contar ya con veinte años no estaba casada y había rechazado a todos sus pretendientes a base de carcajadas o maldiciones. Pese a que su hermano era, tras la muerte de su padre, el paterfamilias, ella gobernaba la domus familiar sin permitir ni un comentario en contra de su excéntrica forma de llevar las cosas. También gestionaba el dinero de la casa, algo impensable para una mujer, que simplemente solía recibir las monedas necesarias para que la casa estuviera debidamente cuidada y algo más para su propio uso de manos del hombre de la casa.

Además, Luna era conocida en toda la ciudad por su ferviente devoción religiosa. Casi no había templo que se beneficiase diariamente de sus ofrendas, pero ninguno como el de Marte, al que, además de aportar los mejores sacrificios, donaba grandes sumas de dinero. Un gesto que nadie entendía, ya que se sabía que era una mujer contraria a las luchas de cualquier índole. Además, el hecho de que contara entre sus amigos a varios de los augures principales del imperio había llevado a la creación de rumores sobre que ella estaba bendecida por los dioses con una clarividencia que incluso los augures consultaban.

Si Ilian hubiera tenido otro talante, posiblemente no hubiera permitido nada de aquello. Pero era un joven tan centrado en sus fines que el que su hermana se ocupara de todo hasta le convenía. Pese a sus dieciocho años se trataba de un muchacho que solía hablar como un anciano, citando máximas de los grandes senadores de la historia y repitiendo como un loro amaestrado las frases más célebres de Catón de Útica, probablemente el senador más anclado a las antiguas tradiciones de la historia romana.

Pese a su juventud, Ilian aspiraba a lograr pronto un puesto entre los hombres del organismo más representativo de Roma, y era por ello por lo que frecuentaba la compañía de los jóvenes de las familias más prominentes de la ciudad, e incluso la del mismo emperador, no mucho mayor que él. Si alguien podía lograr que entrara a formar parte del senado muchos años antes de lo permitido, ese era Calígula. Eso y el dinero.

Los hermanos se separaron momentáneamente y Luna se colocó frente a un puesto de semillas mientras Ilian observaba con detenimiento un pergamino en un puesto de libros.

Sangre y Arena, Bajo el látigo de RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora