17

5 3 0
                                    

Cada fibra de mi delgaducho cuerpo se paraliza de repente, cada músculo se atrofia, cada vena detiene la sangre. Todo en mi sólo deja de funcionar.

Bueno, metafóricamente, claro está. Pero el punto es el mismo.

- A... ¿a qué...? – Trato de preguntar, pero de mi boca sólo salen algunas palabrejas incoherentes.

- No te entiendo, Bianka – Frunce el ceño Alex, viendo en mi dirección, mientras yo le devuelvo la mirada. Gabrielle también lo ve, pero sospecho que de una forma muy diferente a la que yo lo veo ahora. Sus ojos están a nada de salirse de sus órbitas.

- ¿Qué? – Logro soltar en un susurro, casi inaudible. Alex parece estar a punto de preguntar qué he dicho, pero de repente me siento con fuerzas para alzar la voz - ¿QUÉ?

Alex desvía la mirada al suelo, rompiendo nuestra conexión visual – Tranquila, no grites

- ¡¿QUÉ?! ¡¿QUIERES QUE NO GRITE?! ¡¿DESPUÉS DE QUE ME HAYAS SOLTADO ASÍ COMO ASÍ QUE TIENES UN TRATO CON EL SECUESTRADOR, NO SÓLO DE MIS PADRES, PERO DE TODOS LOS DEMÁS AQUÍ?!

- Em ¿si? No lo estás entendiendo bien...

- ¡NO, CLARO QUE NO LO ESTOY ENTENDIENDO BIEN! ¡¿POR QUÉ MIERDAS HICISTE ESO?!

La cara del castaño se deforma en una mueca que no sé si es de disgusto o de sorpresa, aunque por primera vez desde mi estadía aquí, no me interesa saberlo - ¡Oye! ¡No me hables así! ¡Estoy solamente viendo por el bien de todos aquí, incluyendo el tuyo!

- ¡Pero ella tiene razón, Alexander! – Interfiere de repente Gabrielle, que acaba de salir de su trance - ¡No puedes simplemente hacer cosas por el bien común cuando no sabes cuál es el maldito bien común!

Y entonces, así de la nada, Alex suelta una carcajada, una auténtica carcajada.

Es ahí cuando siento aquella sensación otra vez. La que sentí hace unos días, cuando C.C intentó sin éxito hacer las paces. Pero esta vez no fue ajena a mí. La dejo abrazarme como una manta caliente en un día frío. Muy dentro de mí, una vocecilla clama con ímpetu que no la dejara actuar a mi lado, pues terminaría controlando mis acciones. Decido hacer caso omiso de ella.

Así pues, Alexander Delafonte empezó a reír como si le hubieran contado el chiste del siglo. Y antes de que él, Gabrielle, o siquiera yo lo notaran, mi mano se eleva y con gran rapidez, y una fuerza que no sabía que tenía, le asesta una bofetada en la mejilla derecha, haciendo que su cuerpo se gire por el sorpresivo golpe.

Él me mira conmocionado, la molesta risa ha cesado de repente. En el aire no hay más que un silencio gutural.

- Ríete de eso, imbécil – Dice una voz, entonces me doy la media vuelta y salgo de la habitación, reparando en que la voz maldiciendo había sido la mía.

No doy ni diez pasos, cuando siento la presencia de alguien a mi lado, caminando rápido junto conmigo. No volteo, pero por el rabillo del ojo veo una melena rubia rebotando de arriba abajo, con el ritmo de los pasos que daba.

- Eso fue... - Comienza Gabrielle – Dios. Digo, nunca habías hecho eso, a nadie. Jamás.

Aún sigo sin verla. No me siento especialmente platicadora en estos momentos. ¿Cómo podría? Acabo de descubrir que Alex estuvo aliado todo este tiempo a esos monstruos. Esos bastardos (no hay otra palabra para ellos, lo siento) que se llevaron a mi familia, nuestras familias, hace nueve años.

- Lo siento – Me mira ella, seguro que con esa mirada tan suya, llena de comprensión – Lamento todo este embrollo, de verdad. Siento que es en parte mi culpa la forma en que actuaste, y no puedo evitar...

La Sociedad de los Perdidos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora