1

91 11 2
                                    

Mi madre había muerto en el parto.
Mi padre me culpaba por ello, aunque no era capaz de decirlo. Pero lo sabía, lo notaba por la manera en que me miraba, no lo hacía con cariño, me miraba con una furia escondida, con una rabia disimulada, con un desprecio apenas velado. Hasta que un día sólo explotó, y terminé en una cama de hospital con tres costillas rotas y una contusión en la cabeza.
Supongo que tuve suerte. El cuchillo pudo haberme abierto la cabeza en vez de haberse clavado en la pared.

Después de eso fui a parar a las calles.

La familia de mi madre también me culpaba se su muerte y la de mi padre no pensaba hacerse cargo de un posible bastardo.

A mis diecisiete años no tenía a nadie, no tenía nada y estaba sumido en una depresión que crecía cada minuto.
Dormía por días en malolientes callejones y casi siempre olvidaba comer.
La gente normalmente se alejaba rápidamente de mí, si me miraban caminar en la misma acera que ellos de cambiaban haciendo muecas de desprecio, no me importaba, en realidad ya nada me importaba.
Lo intenté. Juro que lo hice. Pero nunca pude superar lo realmente importante, lo que realmente me impedía avanzar.
Porque mi odio era más grande. Porque el odio que una persona puede sentir por sí misma es mucho peor que cualquier otro.
Y yo realmente me odiaba. Me detestaba.
Si alguien me hubiera preguntado la razón no hubiera sabido que contestar. Sólo lo hacía.

Y por eso estaba en la azotea de un edificio de treinta pisos. De pie, en el borde, listo para saltar.

El Chico Que Quería Saltar Donde viven las historias. Descúbrelo ahora