El Juego

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Hace un mes mi amigo y yo habíamos hecho una apuesta: él aseguró que era incapaz de reprimir mi obsesión por las apuestas, yo afirmé rotundamente que podía dejar tan reprochable vicio cuando quisiera. En caso de que él tuviera razón, debía pagarle un euro; por el contrario, si estaba yo en lo cierto, sería yo quien recibiría el dinero. La apuesta era válida hasta pasada la noche del treinta y uno de octubre; eso es, Halloween, la prueba definitiva de que era capaz de controlarme.

Mi amigo sabía mejor que yo mismo que iba a requerir un gran esfuerzo por mi parte el rehusar participar en la apuesta más fascinante de todo el año, preparada, únicamente para aquella macabra noche por un grupo de adictos a lo que llamábamos El Juego.

Este consistía en elegir a uno de nosotros, por sorteo; el afortunado estaba obligado a asesinar al primer niño que llamara a nuestra puerta. El reto era acertar si se atrevería o no a hacerlo.

Nunca imaginé que mi vida valiese un euro, una careta de Freddy Kruegger y un mes de alcohol, tabaco y putas. Antes de morir, el rostro de Mi Amigo se torció en una macabra mueca, lo que parecía ser un intento de sonrisa. Con voz débil, susurró: Los otros tres permanecieron inmóviles, la sorpresa reflejada en sus rostros, pero no osaron socorrerlo. Poco a poco, comenzaban a asimilar que, por primera vez, yo había vencido. Ellos ignoraban los sucesos acaecidos desde la apuesta con mi amigo.

No sabían cuántas penurias había tenido que pasar, así que decidí que lo comprendiesen de la manera más brutal que podía concebir: matando a Mi Amigo. Así con fuerza un objeto contundente, de hierro, próximo a mí y, antes de permitirle reaccionar, le golpeé en la cabeza con tanta rabia que no tardó en chorrear la sangre cual fuente de orina. Murió.

Y gané ambas apuestas. Y lo que es más importante, mi amigo se equivocó. Su error fue mi triunfo, el primero sobre él. En aquel momento, me explicaron que la innovación de El Juego era matar, en lugar de al niño de turno, a Mi Amigo. Es imposible describir la gran sorpresa que me causó esta revelación.

Lo miré y en su rostro vi una de sus maliciosas y desquiciantes sonrisas. Otra de sus bromas pesadas, pensé. Obviamente, nadie, ni siquiera yo mismo, pensaba que me atrevería a hacerlo; una mala pasada para reírse de mí. De hecho, incapaces de contenerse, ya oía yo sus carcajadas, las de los tres (el obeso nunca reía), resonando en mi cabeza como cantos diabólicos.

Sin darme tiempo a responder o reaccionar siquiera, el drogadicto dio media vuelta y se unió al grupo. Todo se reduce a lo mismo: simple y pura adicción. El resto es pura mentira, pura hipocresía. Solo es pura adicción, pero le dan éste u otro nombre según concuerde o no con los valores que predican. No te dejes enredar por esas mentiras. Piensa en esa gente integrada y decente. ¿Crees que ellos no son adictos a sus leyes y a su sociedad?

Claro que lo son. Cuando uno de ellos depende de algo, si esa adicción es beneficiosa para los demás, la llaman "dedicación" y aseguran que ese adicto es una persona generosa y comprometida con la sociedad. Pura mentira. Cuando uno de nosotros, por el simple hecho de no compartir sus valores, se entrega a algo, entonces lo llaman "vicio". Pura mentira. Entre ambos conceptos se halla la "obsesión". Se denomina "obsesos" a aquellas personas, que, aunque no realizan tareas beneficiosas para los demás, tampoco perjudican. Pura mentira.

-Amigo, esto que haces no tiene sentido. Deberías dejar de torturarte de esta manera. Mírame a mí; soy adicto a las pastillas, y lo admito, y lo acepto. ¿Por qué? Porque no hay nada de malo en ello. Me "ayudan a funcionar" igual que a ti te ayudan las apuestas.

Es un estilo de vida. No puedes cambiar lo que eres. Pero, puesto que no deseo irme por las ramas, regresemos al momento de la acción. Cuando llegamos a la casa donde nos reuníamos habitualmente, Pedro me apartó un momento de los otros y, no sin antes tomarse un par de pastillas, me dijo: "No obstante, he de señalar que aquella noche la idea que tenía de él era muy diferente. Le profesaba un gran respeto, y no sólo por las leyendas que circulaban sobre él, sino porque se esforzaba en que así fuera. Cada gesto, cada movimiento, cada palabra... Todo estaba calculado para provocar un efecto determinado en los demás."

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