Ojo de gato (Capítulo 3)

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CAPÍTULO TRES

Laura cambió de postura intentando no molestar a Rahu, que dormía placidamente sobre sus piernas. Un desagradable hormigueo empezó a subir por ellas a medida que la sangre volvía a fluir. ¿Cuánto tiempo llevaba en la misma postura? No fue capaz de responderse, ni de recordar en que había estado pensando durante ese tiempo. Sólo había dejado que su mente vagase mientras acariciaba al gato, sintiendo bajo sus dedos su leve ronroneo. La reconfortaba que él se sintiese a gusto sobre ella, que se confiase tanto como para quedarse dormido en su regazo. Le miró dormir, enroscado sobre sí mismo. Parecía tan pequeño... Era como su niño, el que nunca había tenido, el que ya nunca tendría...

Miró por la ventana. El tráfico ya había disminuido y se habían encendido las farolas que flanqueaban la ría. Cada vez había menos gente por la calle. Quizá fuese un buen momento para salir a dar un paseo y respirar algo de aire. Y quizá encontrase algún lugar abierto en el que comprar algo de comer. Aún no había reunido las fuerzas suficientes para hacer una lista de la compra y salir a buscar un supermercado para reponer la nevera.

Se levantó con cuidado, abrazando a Rahu para depositarlo con delicadeza encima del sofá. El gato abrió un momento los ojos, molesto por el movimiento, pero volvió a quedarse dormido de inmediato. Laura rebuscó entre las ropas amontonadas en la silla algo que no estuviese demasiado sucio o arrugado. Toda la ropa empezaba a presentar un aspecto lamentable. Tenía que plantearse poner una lavadora o salir a comprar algo de ropa nueva pero no tenía ganas de hacer ninguna de esas cosas. Se prometió que empezaría al día siguiente. No podía continuar así mucho tiempo más. Tenía que recuperar las rutinas mínimas para mantener una vida decente.

Se vistió, recogió su bolso y salió a la calle. El aire empezaba a refrescar, disipando el bochorno que había invadido Bilbao durante todo el día. Se quedó parada delante de la puerta del portal durante unos segundos, preguntándose adónde le apetecía ir. Al fin, tomó el camino de la universidad. A esas horas se cruzaría con poca gente. Cruzó la carretera y empezó a caminar por el borde de la ría, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada perdida un par de baldosas por delante de sus pasos. Unos metros después elevó la mirada, intentando que el paisaje evadiese su mente de los mismos pensamientos de siempre. El cielo empezaba a oscurecerse y algunos retazos de fulgor rojizo bordeaban las montañas. La ría se había convertido en una cinta negra en la que se reflejaba el brillo de la ciudad. Siguió caminando pensando que todo aquello ya no le decía nada. Quizá debería marcharse a algún sitio de vacaciones. Había muchísimos lugares a los que siempre había querido ir y al menos en un buen hotel no tendría porque preocuparse de sus necesidades primarias. Pero siempre había soñado en ir con David, siempre habían hecho planes para conocerlos juntos y su recuerdo la seguiría asaltando por muchos kilómetros que pusiese entre los dos.

Su paseo la llevó frente a la Universidad. Estaba cerrada a esas horas. Pasó por delante con la mirada baja, avergonzada aún por la escena que había protagonizado unos días antes. En un primer momento le había dolido tener que marcharse sin terminar su trabajo pero ahora se daba cuenta de que no habría sido capaz de seguir adelante. Si el solo hecho de cuidar de sí misma le estaba resultando imposible... Levantó de nuevo la cabeza y respiró con fuerza. Ya estaba autocompadeciendose otra vez. Tenía que dejar de decirse continuamente que todo era imposible o que no se veía capaz de empezar a hacer cosas.

Mientras cruzaba el puente de Deusto, intentó hacer una lista mental de las tareas que debía hacer al día siguiente: ir de compras, poner la lavadora, recoger la cocina, darse una ducha... No podía seguir retrasando todo aquello, se estaba comportando como una muerta en vida. Debía aprender a existir sin él y para ello tenía que echarle de verdad de su vida. Por el momento le había echado de su casa, había evitado su presencia física pero su recuerdo se había vuelto omnipresente, dominaba toda la casa, todo su pensamiento, cada segundo de sus días.

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