Capítulo Siete : La fiesta.

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                                         [NARRA MAX]

                                             La fiesta.

—Eres solamente una jodida argentina, que ha venido con sus aires de reina. No te soporto Aurora Vázquez —dijo llena de rabia a punto de explotar y lanzarse contra la joven.

Tenía a dos mujeres en mi habitación peleando por mí.

—Y yo menos te soporto, Clara. Eso está más que claro —le dijo mirándola con seriedad—. No me afecta en nada lo que me dijiste, me dijeron cosas peores. Me resbala lo que viene de vos.

Solamente hice dos cosas; cruzarme de brazos esperando para ver hasta qué punto iban a llegar ambas, y lo segundo fue solamente pensar. Mi mente empezó a jugarme malas pasadas, imaginándomelas como divas de la lucha libre, en ropa interior y retorciéndose en el barro. Sus cabellos estaban entre los dedos de la otra, dando vueltas y golpeándose con las finas y suaves manos que mantenían una magnifica pedicura. En el segundo asalto iba ganando Clara, saltando de alegría y dejándome ver esos enormes pechos casi al descubierto, cuando Aurora consiguió ser más rápida y le dio una patada en la rodilla dejándola tumbada sobre el suelo.

Algo que quería llamar la atención empezó a dejarme el pantalón de pijama un poco más apretado de lo normal. Cogí la camisa blanca que dejé sobre la silla y cubrí mi desnudo pecho para poder caminar entre ellas dos sin que se dieran cuenta que sus gritos llegaban a excitarme demasiado. Eran señoritas, las mujeres no se peleaban delante de otro hombre e intentaban hacerse daño por encima de todo. Cuando mi secretaria alzó el brazo con la intención de golpear a Aurora, la frené sin pensármelo dos veces. Todo lo que pasó después intenté olvidarlo.

Quedé como un cerdo delante de ella, más bien Aurora me trató como un insensible. No era justo, cada mes daba mis generosas donaciones a ONG’S y nadie me lo tenía en cuenta. Estaba en desacuerdo ante el chantaje, era mi cuerpo, mi súper arma y podía usarla a mi manera, cuando y con quien yo quisiera. En el fondo algo me decía que ella estaba muerta de celos, sus reacciones hacia mí cada vez eran más extrañas.

Cerraba por la noche las puertas de la casa, después ponía sillas por el comedor y con una enorme sonrisa se iba a dormir sin ningún problema. Llegó a darme miedo, se tomaba muy en serio tenerme retenido en la casa, y si marchaba, alzaba el teléfono con su mano dejándome ver un número que conocía e imaginaba que era de su padre.

El amor de un hijo llegaba a provocar que hiciera locuras, todo lo hacía por mi padre, y que diablos, yo necesitaba tener dinero porque de momento era la única felicidad que tenía. Al terminar de trabajar cogía cualquier cosa de la nevera y me acomodaba a ver un poco de televisión. En cambio ella hablaba cada noche con Sara, se habían hecho muy amigas en tan poco tiempo.

Y con todas nuestras diferencias llegó el fin de semana, muy rápido, tanto que no me había dado cuenta. Miré el reloj que marcaba las dos de la madrugada, una buena hora para salir corriendo de Aurora. Arreglé la americana negra que había elegido para la ocasión, y pasé sin hacer mucho ruido por la habitación de donde ella dormía. Por suerte todo estaba saliendo bien, cogí una cerveza que dejé medio llena sobre el mármol de la cocina, y con las llaves en la mano me dirigí hasta la puerta.

Una luz se encendió.

Todo lo que sujetaba se me escapó de las manos.

—Buenas noches, Max.

Dulce PasiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora