Capítulo Diez: ¿Acaso escucho campanas de Iglesia?

14.8K 537 38
                                    

                                             {NARRA AURORA}

                          ¿Acaso escucho campanas de Iglesia?



La pregunta que me había hecho retumbó con desespero en mi cabeza, bajándome de inmediato el alcohol que llevaba encima. Max no podía estar hablándome en serio. ¿Casamiento? Estaba loco, no iba a atarme a un cerdo de hombre como lo era él. Aunque raras veces se le asomaba lo bueno que era, sabía bien que un matrimonio a su lado iba a ser lo peor que habría hecho.

—Max, me está doliendo la cabeza, creo que lo ideal es que te vayas, estoy borracha.

—Solo quiero que me des una respuesta, Aurora. Lo que me dijiste no puede pasar por alto.

—Mañana, mañana te daré una respuesta, en serio. No sé porqué abrí de más la boca.

—Porque es importante para nosotros, no nos pueden dejar sin nada.

—Son los dueños de las empresas, sí nos pueden dejar sin nada.

—Pero somos sus hijos.

—¿Y qué con que lo seamos? ¿Tenés miedo de vivir bajo un puente? La manera en cómo vivías todas las noches, ibas a acabar así también.

—Esto es diferente, se trata de nuestro futuro como herederos.

—Quiero dormir.

—Nos vemos a la tarde.

Me dejo tranquila, para descansar. Mordí mi labio inferior cuando cerró la puerta y me dejó sola. Rememorando toda la patética escena, casi o prácticamente me le regalé a Max. Enterré la cara en la almohada en señal de haber hecho algo sumamente idiota frente a él. Jamás iba a sentirse atraído por mí.

Si terminaba casándome con él, iba a ser todo un caos, empezando por lo mal que nos llevábamos. Y en parte no quería atarme a un hombre que iba a serme infeliz el resto de mi vida, aunque existía el divorcio. De la única manera que podía resolverlo era con la almohada de por medio.

Por la tarde, alrededor de la cinco, me desperté. Me di una ducha después de haber mantenido la misma ropa de anoche. Ni siquiera sabía cómo iba a mirar a Max a la cara.

Fui a la cocina, y me di cuenta que no había nada en la heladera. Me giré y vi el reluciente auto de Max llamándome. Era una bola de fuego rojo. Resplandeciente y llamativo como ninguno. Las llaves estaban sobre la mesada, tan atrayentes que me picaba la mano por agarrarlas.

Las agarré y caminé a las apuradas hacia la entrada, abrí la puerta, y me subí al auto. Iba a tomarlo prestado por unos minutos, solo para dar una vuelta por los alrededores de la casa, ya que no sabía ni siquiera cómo ir al supermercado. Porque Max, nunca se había dignado a hacerme un recorrido por su ciudad.

El rugir del motor sonó, y yo puse primera en la caja de cambios, la primera vuelta con el auto había sido perfecta, pero cuando quise girar y frenar, me equivoqué de pedal y aceleré en vez de frenar. Estrellé el auto contra uno de los árboles que había alrededor de la casa. Había intentado volantear pero me fue imposible. El airbag salió, explotando en la parte delantera y llenándome de polvo. Salí tosiendo y caminando arrodillada.

El grito de Max se escuchó por todas las hectáreas, no sabía si había sido por su precioso auto o por verme a mí toser y caminar arrastrándome en el piso. Supuse que era por lo primero.

Corrió como un desesperado hacia donde estaba y me levantó en volandas del piso, clavó sus ojos asesinos en los míos.

—¿Qué cojones has hecho?

Dulce PasiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora