CANTO XIX

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¡Oh Simón el mago! ¡Oh miserables sectarios suyos, almas rapaces, que
prostituís a cambio de oro y plata las cosas de Dios, que deben ser las esposas
de la virtud! Ahora resonará la trompa para vosotros, puesto que os encontráis en
la tercera fosa.
Estábamos ya junto a ésta, subidos en aquella parte del escollo que cae
justamente sobre su centro. ¡Oh suma Sabiduría! ¡Cuán grande es el arte que
demuestras en el cielo, en la tierra y en el mundo maldito, y con cuánta equidad
se reparte tu virtud! Vi en los lados y en el fondo la piedra lívida llena de pozuelos,
todos redondos y de igual tamaño, los cuales me parecieron ni más ni menos
anchos que los que hay en mi hermoso San Juan para servir de pilas
bautismales; uno de éstos rompí yo no ha muchos años, por salvar a un niño que
dentro de él se ahogaba; y baste lo que digo, para desengañar a todos.
Fuera, de la boca de cada uno de aquellos pozuelos salían los pies y las
piernas de un pecador, hasta el muslo, quedando dentro el resto del cuerpo.
Ambos pies estaban encendidos, por cuya razón se agitaban tan fuertemente sus
coyunturas, que hubieran roto sogas y cuerdas. Del mismo modo que la llama
suele recorrer la superficie de los objetos untados de grasa, así el fuego flameaba
desde el talón a la punta en los pies de los condenados.
- ¿Quién es aquél, Maestro, que furioso agita los pies más que sus otros
compañeros -dije entonces-, y a quien corroe y deseca una llama mucho más
roja?
A lo cual me contestó:
- Si quieres que te conduzca por aquella parte de la escarpa que está más
cercana al fondo, él mismo te dirá quién es y cuáles son sus crímenes.
Le respondí:
Me parece bien todo lo que a ti te agrada; tú eres el dueño y sabes que yo
no me separo de tu voluntad, así como también conoces lo que me callo.
Subimos entonces al cuarto margen; después volvimos y bajarnos por la
izquierda hacia la estrecha y perforada fosa, sin que el buen Maestro me hiciera
separar de su lado, hasta haberme conducido junto al hoyo de aquel que daba
tantas señales de dolor con los movimientos de sus piernas.
- ¡Oh! Quienquiera que seas tú, que tienes enterrada la parte superior de tu
cuerpo; alma triste, plantada como una estaca -empecé a decir-, habla, si puedes.
Yo estaba como el fraile que confiesa al pérfido asesino, que, metido en la
tierra, le llama para que cese su muerte. Y él gritó:
- ¿Estás ya aquí derecho, estás ya aquí derecho, Bonifacio? Me ha
engañado en algunos años lo que está escrito. ¿Tan pronto te has saciado de
aquellos bienes, por los cuales no temiste apoderarte con embustes de la
hermosa Dama, y gobernarla después indignamente?
Quedéme, al oír esto, como aquellos que, casi avergonzados de no haber
comprendido lo que se les ha dicho, no saben qué contestar. Entonces Virgilio
dijo:
- Respóndele pronto: Yo no soy, yo no soy el que tú crees.
Y yo contesté como se me ordenó. Por lo cual el espíritu retorció sus pies; y
luego, suspirando y con llorosa voz, me dijo:
- ¿Pues qué es lo que me preguntas? Si te urge conocer quién soy, hasta el
punto de haber descendido para ello por todos estos peñascos, sabrás que
estuve investido del gran manto, y fui verdadero hijo de la Osa, tan codicioso,
que, por aumentar la riqueza de los oseznos, embolsé arriba todo el dinero que
pude, y aquí mi alma. Bajo mi cabeza están sepultados los demás Papas, que
antes de mí cometieron simonía, y se hallan comprimidos a lo largo de este
angosto agujero. Yo me hundiré también luego que venga aquel que creí fueses
tú, cuando te dirigí mi súbita pregunta. Pero desde que mis pies se abrasan, y me encuentro colocado al revés, ha transcurrido más tiempo del que él permanecerá
en este mismo sitio con los pies quemados; porque en pos de él vendrá de
poniente un pastor sin ley, por causa más repugnante, y ése deberá cubrimos a
entrambos. Será un nuevo Jasón, parecido al de que se habla en el libro de los
Macabeos; y así como el rey de éste fue débil para con él, así con el otro lo será
el que rige la Francia.
No sé si en tal momento fue demasiada audacia la mía, pues le respondí en
estos términos:
- ¡Eh!, dime: ¿cuánto dinero exigió Nuestro Señor de San Pedro, antes de
poner las llaves en su poder? En verdad que no le pidió más sino que le siguiera.
Ni Pedro ni los otros pidieron a Matías oro ni plata cuando por suerte fue elegido
en reemplazo del que perdió su alma traidora. Permanece, pues, ahí, porque has
sido castigado justamente, y guarda bien la mal adquirida riqueza, que tan
atrevido te hizo contra Carlos. Y si no fuese porque aún me contiene el respeto a
las llaves soberanas, que poseíste en tu alegre vida, emplearía palabras mucho
más severas; porque vuestra avaricia contrista al mundo, pisoteando a los
buenos, y ensalzando a los malos. Pastores, a vosotros se refería el Evangelista,
cuando vio prostituida ante los reyes a la que se sienta sobre las aguas; a la que
nació con siete cabezas, y obtuvo autoridad por sus diez cuernos, mientras la
virtud agradó a su marido. Os habéis construido dioses do oro y plata: ¿qué
diferencia, pues, existe entre vosotros y los idólatras, sino la de que ellos adoran
a uno y vosotros adoráis a ciento? ¡Ah, Constantino! ¡A cuántos males dio origen,
no tu conversión al cristianismo, sino la donación que de ti recibió el primer Papa
que fue rico!
Mientras yo le hablaba con esta claridad, él, ya fuese a impulsos de la ira, o
porque le remordiese la conciencia, respingaba fuertemente con ambas piernas.
Creo que complací a mi Guía, porque escuchó siempre con rostro satisfecho el
sonido de mis palabras, expresadas con sinceridad. Entonces me cogió con los
dos brazos, y teniéndome en alto bien afianzado sobre su pecho, volvió a subir por el camino por donde habíamos descendido, sin dejar de estrecharme contra
sí, hasta llegar a la parte superior del puente que va de la cuarta a la quinta
calzada. Allí, deposito suavemente su querido fardo sobre el áspero y pelado
escollo, que hasta para las cabras sería un difícil sendero, desde donde descubrí
una nueva fosa.

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