El cuentacuentos y la visionaria

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Kialandei encendió un fuego decente cerca del estanque para que Nimbaerus, Liea y ella pudieran conversar más tranquilamente entre sí. No hacía tanto frío, pero ella de todas maneras avivó las llamas lo máximo posible creando una hoguera bastante grande. Se quitó los lentes; con ellos puestos podía ver muy bien, pero decidió que resultaría muy grosero dejárselos; todo lo que era capaz de ver fue bañado con la luz naranja de las llamas. A ella siempre le pareció que bajó la luz del fuego las cosas, las más normales e insignificantes, adquirían una naturaleza mística. Buscó unas cuantas ramas más, sólo por si acaso, para mantener vivas las llamas.

—Kialandei, deja de buscar madera —dijo Nimbaerus—. Ya tenemos más que suficiente para iluminar un pueblo pequeño.

—Oh, perdón —dijo azorada con diez ramas delgadas entre los brazos.

Kialandei fue directamente a sentarse al lado de Nimbaerus y Liea cuando reparó en la venda que cubría el antebrazo derecho de él. Sintió la culpa carcomerla prácticamente de inmediato se dió cuenta de que estaba estrujando con demasiada fuerza las ramas que cargaba. Le tomo unos momentos tranquilizarse. Apartó sus dudas sacudiendo su melena imperceptiblemente y retomó el paso con firmeza.

No seas tonta, se reprochó. Él no te guarda rencor por lo que hiciste.

Habían pasado tres días desde su encuentro con la destinataria de su mensaje y de haber aceptado seguir con ella hasta el Reino Verde cuando la misma Liea se los propuso. Kialandei por supuesto no se negó y por otra parte Nimbaerus le comunicó, por medio de enlace mental (y para gran sorpresa de ella), que no tenía ningún problema en aceptar llevarla hasta el Reino Verde como parte del contrato.

«De todas maneras no podemos rechazarla, el consejero del rey de Arakan no nos dio muchas opciones» había dicho en ese entonces Nimbaerus.

Aunque viéndolo hablar con ella, Kialandei podía ver porque estaba aceptando de buen grado el seguir con este encargo, cuando antes habría hecho y dicho de todo para no aceptar la encomienda. Era bastante obvio que le atraía la representante del Reino Verde. Se sentó mirando al par compartiendo un recuerdo que terminó con un giro cómico que hizo que ambos se rieran.

—¿De verdad atravesaste el hogar de un mercader escapando de una turba furiosa y terminaste enredado con un vestido de cortesana a quince metros de altura? —preguntó Liea asombrada y divertida al mismo tiempo.

Kialandei puso los ojos en blanco al darse cuenta de que Nimbaerus estaba contando la misma historia de siempre para llamar la atención de una chica ingenua. Y estaba perpleja de que funcionara con una mujer culta como lo era Liea.

—Sí, no miento —afirmó Nimbaerus con una sonrisa confiada en el rostro que a Kialandei le dieron ganas de borrar de un puñetazo—. Es un riesgo que cada vez que llegamos a algún pueblo o ciudad pequeña y nos topamos con algún grupo fanático que nos quiera ver muertos por el simple hecho de respirar. Por suerte para mi y Kialandei se tiraron de rodillas al suelo cuando nos vieron aterrizar.

Ay, por favor, pensó la aeronauta. Ni siquiera fue así.

—¿Por qué se arrodillaron, no eran un grupo de fanáticos ignorantes? —Liae parecía confundida—. Dímelo, no seas así.

Pero el muchacho parecía tener una batalla consigo mismo para no morir de risa y arruinar la sorpresa de su relato en el proceso.

—Se arrodillaron para que...para que —Nimbaerus dejó escapar una carcajada—...rezarle a su Dios para que me matase según sus creencias con un relámpago. Al ver que no funcionaba rezaron por convertirme en cabra, y cuando eso tampoco pasó unos cuantos empezaron a darse de golpes en la cabeza y a arrancarse cabellos. Los tiraron en el suelo frente a nosotros y proclamaron que su Dios usaría el barro en dónde habían lanzado sus cabellos para crear un Joukem y nos matase. Pero yo hice notar que habían tirado sus cabellos no en barro sino en...

Aeronauta, Domador Del Aire.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora