Punto y aparte.

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En el instante en el que veo el nombre en el identificador de llamadas, ya me hago una idea de lo que voy a oír.

Mi relación con la hermana menor de mi madre, mi tía Li, es inexistente. Únicamente nos cruzamos en el centro de salud al pasar, y los saludos son por cortesía, lanzados por encima del hombro sin gran interés. Ella desaprueba mi estilo de vida y cree que he abandonado a mi madre y a mi hermano desvalido por dinero; y yo prefiero que crea que los billetes me han cegado a que descubra la razón verdadera por la que nunca me paso por el hospital.

Debido a nuestra falta de afinidad, no hemos hablado por teléfono desde hace alrededor de cuatro años. ¿Por qué otra razón, a parte de esa que yo creo, llamaría de pronto? Su llanto contra el auricular me descoloca un poco, sin embargo. Consigo entender el mensaje a medias, pero no importa porque lo importante ya lo sé desde antes de atender.

Cuando la llamada termina, me quedo un largo rato sentado en la oscuridad de mi habitación sin pensar en nada. No sé cuánto tiempo pasa hasta que recuerdo mi promesa de no tardar demasiado, y finalmente busco un abrigo, me pongo los tenis sin atar, y salgo del apartamento en dirección al ascensor.

Fuera la noche es insufriblemente fría y está nevando. Dentro del taxi, le digo al conductor a dónde llevarme e inmediatamente vuelvo a perderme en el vacío de mi mente, mirando hacia abajo, a mis manos que descansan sobre mis rodillas. En el límite del interior de mi muñeca, bajo los rasguños y el ungüento, tengo un lunar muy oscuro, del tamaño de una gota de llovizna.

Exactamente en el mismo lugar pero del lado contrario, mi hermano pequeño, Yixing, tiene dos iguales. Antes, cuando él era un niño y yo un adolescente, solíamos alinear los antebrazos porque las tres pequeñas marcas, unidas, se asemejan a unos puntos suspensivos y a él le hacía mucha gracia. Qué tontería. No tengo idea de porqué a Yixing estos lunares le parecían tan geniales.

Hay una patrulla mal estacionada frente al hospital. El taxista se queja sobre eso mientras maniobra, yo ya tengo el dinero listo y la puerta semi abierta desde antes de que se detenga. No espero a que me de el cambio y salgo, encaminándome hacia el interior del hospital y yendo a las escaleras directamente, sin anunciarme.

En el piso donde queda la habitación cuarenta y cinco hay, para variar, mucho movimiento. Veo enfermeras de blanco y pacientes en batas de hospital agrupados en el pasillo, cuchicheando en voz baja y mirando con ojos muy redondos. Incluso el personal de limpieza ha cesado su actividad y se mantiene observando desde una esquina, sosteniendo trapeadores y bolsas de basura en las manos enguantadas, sus bocas torcidas en muecas de horror.

Me quedo de pie en el inicio del pasillo, desconcertado por la cantidad de gente, por las expresiones en sus caras. En la fila de asientos junto a la puerta de la habitación de Yixing encuentro a mi tía Li, sentada, con la cabeza entre las manos y los hombros temblorosos por el llanto. Decido acercarme a ella para preguntarle de qué va todo este alboroto, pero antes de que llegue a su lado, por la puerta de la habitación donde el cuerpo de mi hermano ha pasado los últimos seis años, salen dos hombres uniformados.

Entre los dos policías hay una mujer siendo escoltada. Bajita, delgada y pálida hasta el punto que parece más enferma que muchos pacientes, con un par de esposas reluciendo alrededor de sus muñecas huesudas, por encima de un par de manos que hoy se ven frías y punzantes, pero un día fueron cálidas y amables.

Me toma un minuto reaccionar, y para entonces los policías ya están dirigiéndola al ascensor.

Bajo las escaleras en un trote rápido, con la cabeza hecha una maraña de pensamientos sin sentido y las rodillas temblorosas como si mis huesos se hubiesen ablandado. En la planta baja tengo que apurar el paso hasta técnicamente estar corriendo, porque ellos ya han alcanzado la puerta y ahora van directo hacia la patrulla estacionada.

Ellipsis «hunhan»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora