Capítulo 7

715 34 2
                                    

En una aldea mundana, hubo un niño repudiado por su cabello parecido a las telarañas, ojos del color de la luna y su diáfana piel color yeso. A pesar de que antes esto era considerado hermoso, preciado y un milagro, "regalo de los Dioses", solían decir; todo cambió cuando llegó la iglesia a su país.

—¡Demonio! ¡Pagano! ¡Que Dios te perdone!—eso y más palabras voceaban los aldeanos.

Sus ojos perla estaban inundados de lágrimas, mientras sostenía un rosario que le dio su madre, antes de que los separaran. Dentro de la jaula, rezaba porque sus padres estuvieran a salvo y lo que depara su destino, fuera la paga que debía dar para que su familia estuviera en un mejor estado que el suyo.

Las grandes puertas del claustro se abrieron dando paso a hermosas pinturas, ventanas con cristales coloridos y una cruz de madera. Los ojos grises miraban esperanzados el lugar que era mejor conocido, como la casa de Dios.

—Dime niño, ¿deseas el perdón de Dios?—preguntó el Arzobispo.

El cabello gris, (debido a la suciedad), lo acomodo detrás de su espalda para asentir, mientras abrían la jaula.

Una sonrisa apareció en el regordete rostro del hombre para tenderle la mano. Los ojos grises se llenaron de esperanza, y el niño tomó la mano sin dudar, besando sus nudillos y persignándose: inocente, puro, hermoso, un ángel. Un regalo de Dios, sin duda.

Los días pasaron, las semanas pasaron y los meses por igual, el incesante golpeteo de la cabecera y la cama rechinan con firmeza, junto el sonido de la carne chocando. La parte anal de un niño de no pasados los siete años, era arremetido y penetrado con la fuerza suficiente para hacerlo gritar de dolor; suficiente para provocar un desgarre que parecía avecinarse, mas no pasaba, ya sea por la resistencia de su cuerpo o su firme voluntad.

—Oh, qué gran regalo de Dios eres—dijo jadeante.

La gordura del Arzobispo era tanta como para aplastar su frágil cuerpo pero no importaba. Los ojos grises miraban con deslucir la cama, mordiendo las cobijas con dolor, tratando de respirar porque su nariz estaba restregada contra el colchón, mientras una de sus manos apretaba fuerte su rosario con una sonrisa torcida, ocultando la gran mancha que estos actos dejarían por siempre en su alma. Sin percatarse de la gran herida que estaba abriéndose en su corazón, en su vientre, sin darse cuenta que sus alas estaban siendo comidas a mordiscos.

El hombre demoníaco paró para darle la vuelta y mostrarle una sonrisa amable que repugnaba a cualquiera, mientras movía sus caderas con fuerza.

Las lágrimas caían de sus lúgubres lunas, las piernas tensas estaban maltratadas por la fuerza que se ejercía en ellas y su pequeño orificio, estaba tan maltratado que era asqueroso como el hombre disfrutaba viéndolo.

Una noche más, fue llevado en brazos con sangre escurriendo de su trasero. Una vez más, los escoltas, sacerdotes, monjas, miraban el suelo sin cuestionar. Una vez más los ojos grises lloraban mares bajo las pestañas invernales, mas su sonrisa pálida no se eclipsaba, apretando en sus manos el rosario hecho de semillas.

—¿Ya me perdonaste, Dios?

(...)

Claudy estaba tarareando mientras Alex estaba en el baño calmando su libido. Miró a su alrededor, buscando algo interesante hasta que encontró una vieja caja, resguardada con llave. Sonrió con malicia para ir hasta ella y sacar una de sus uñas, poniendo su dedo en la cerradura y dándole una vuelta, abriéndose al instante. Sus ojos rojos se inundaron de tinieblas, recordando un pasado vergonzoso que no deseaba seguir recordando, atenazando sus entrañas sin piedad, cerró la caja con lentitud para dejarla donde la tomo.

RAPTAEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora