I. Prólogo

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Este era un joven cazador de historias, fascinado con las leyendas y los cantos de los bardos y los juglares, con las voces cansadas y las pausas carrasposas, con los artistas itinerantes y sus burdas, pero colmadas de encanto, representaciones. Un cazador que iba de taberna en taberna, de plaza en plaza y de parque en parque. Conocía más caminos de los que la mayoría si quiera podría recordar, y más ciudades de las que cualquiera podría nombrar.

Silencioso, escucha profesional, se pagaba la vida cumpliendo encargos de rescates o "pérdidas". Reservado y discreto, al trote de su caballo no había reputación que le siguiera, mas quien se topaba de frente con él, en la multitud ebria o en la solitaria travesía, bajaba la cabeza por la mera reacción animal de la criatura débil que comprende que cuanto puede hacer, es tratar de no llamar la atención del depredador.

El cazador viajó de punta a cabo de continentes, y escuchó la historia del mundo contada en distintas versiones, del hito de sus albores gloriosos al de las profecías funestas que preveían su ocaso.

Amaba las historias o buscaba algo. Quizás ambas.

Escuchó cantares de reyes y reinas, de príncipes y princesas, de dioses y diosas, de demonios y fantasmas, de hadas y elfos, de dragones y leviatanes, de brujos y hechiceras, de héroes y villanos, de mortales e inmortales, de los más grandes y temibles a los más pequeños y bondadosos, de los colosales bonachones y amables a los diminutos mortíferos y crueles. No se hartaba de hacerlo, de exprimir de las gargantas roncas de los cuentacuentos aun el más banal de sus relatos.

Tales eran sus ansia de historias que un día... se las acabó, y exigiendo saber más, dio con un pobre flautista que no contaba nada a nadie, que tan sólo tocaba su vieja flauta para ganarse unos peniques o un pan.

Valiéndose del filo de su espada el cazador lo obligó a decirle de quién pudiera saciar su inusual apetito, aleteando en su espalda una raída capa negra como si de una bestia se tratara secundando la amenaza de su amo.

El flautista, aterrado y urgido por salvar el pellejo, acudió a las habladurías de la gente, esas de las que se enteraba cuando ignoraban su presencia insignificante llenando de notas el fondo de las conversaciones. Habladurías que anteceden a las leyendas:

«Al oriente, lo más al oriente que pueda ir, en la ruinas anormales de un viejo castillo, vive un ermitaño que cuenta historias oscuras y tristes. Nadie las repite, porque nadie quiere tal amargura sazonando su comida, acompañando su trago o llegando a oídos de sus hijos. Dicen que es un loco al que le partieron el alma y el corazón.»

El flautista vivió, si les interesa saberlo, y el cazador consiguió lo que quería, o una pista.

Montó su corcel tirando rumbo al oriente, lo más al oriente que pudo ir, buscando las ruinas anormales de un viejo palacio donde viviera un ermitaño que contara historias oscuras y tristes, de esas que nadie repite porque nadie quiere tal amargura sazonando su comida, acompañando su trago o llegando a oídos de sus hijos. Un loco al que le partieron el alma y el corazón.

. . .

Para cuando llegó lo más oriente, zampándose un par de historias viejas que lo alimentaron de forma escuálida en el trayecto, arribó a un territorio yermo en el que los cascos de su caballo retumbaron inquietantes. Inmutable en la soledad de suelo cuarteado, de árboles y hierbas marchitos, rastreó su objetivo en las palabras quebradizas de los escasos humanos que vivían en esa desgracia de región.

Fue una noche sin luna y sin estrellas, a la luz de una antorcha, que su montura se detuvo delante de un conjunto de piedras y le fue imposible hacerla echar un paso más. Molesto e impaciente, desmontó amenazando seguir a pie, y al girarse para cumplir, el fuego iluminó unas escalinatas melladas en un monte inserto en el medio del paisaje estéril.

Almost HumanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora