VI. Rashomon II

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La bruma negra que ocultaba a los humanos en la oscuridad, fusionándolos a las sombras imperantes en el pasillo, en el que el resto del palacio ignoraba que se llevaba a cabo un ataque a su joven amo; se plegó en capas de jirones a la espalda de los bandidos.

Rostros cobardemente cubiertos y tanto en manos, acorralaron a su presa, haciendo caso omiso a sus hipidos infantiles.

Tomado del cuello del kimono, bordado con un esquicito paisaje, el niño fue alzado unos centímetros del suelo por un puño grueso sin mitad del dedo meñique, removiéndose en vano para soltarse.

—Mi joven amo —escupió letra a letra el intruso, acercándole el filo desgastado al cuello—, le prometo que será una muerte lenta, en nombre del imperio de su señor padre.

Dichoso por verse cerca de cumplir su objetivo, que representaría el primer golpe importante de la rebelión al emperador triste, apretó el mango del arma, dispuesto a abrirle una diagonal en la yugular al niño por la que, lento, la sangre y su vida manarían.

¡Protégelo!, exigió Rashomon al nigromante, el lomo crespo, desenvainadas las garras, consciente de su tamaño e inutilidad.

Eso intento, espetó Dazai, lejos, muy lejos de ahí, turbado, mezcla de rabia y... una pizca casi imperceptible de un algo, que Rashomon jamás creyó que permearía la compostura de una criatura que se sabe por encima de dioses o demonios: miedo. ¡Ha colocado una barrera para impedir que entre!, gruñó refiriéndose a su semejante, con el que se coludían los traidores del imperio.

El tanto del hombre retrocedió, alistándose al cumplimiento de su propósito.

No lo permitiré, se dijo Rashomon. En un borrón negro se lanzó —diminuto y sin poder— bufando para encajarle las garras en el brazo que sostenía la espada corta.

No tenía oportunidad mas no iba a quedarse viendo como mataban a su familia, al humano que, torpe para andar e inútil para cazar, le dio un hogar a él, un simple gato condenado a morir de hambre en las calles hasta que Dazai lo recogió y Akutagawa lo aceptó.

El segundo intruso, que había permanecido inmóvil en el puesto de centinela, cortó su intención de alcanzar al primero, soltando un mandoble violento que le hizo crujir los huesos del costado derecho, y los de su costado izquierdo al impactar contra pared. Un dolor agudo le recorrió el cuerpo, de las orejas a la cola, mutilando su respiración.

Herido de gravedad, la diminuta criatura levantó su maltrecho cuerpo, que respondía a regañadientes a sus órdenes.

Vas a morir, subrayó lo evidente Dazai. No podrías haberles plantado cara como humanos, menos con la protección de uno de los míos.

Lo sé, bufó, garras arañando la madera bajo su peso vacilante. Pero tú no puedes venir a defenderlo, y si no interfiero lo asesinaran.

En eso tienes razón, Dazai bostezó a la distancia recuperando compostura. El emperador tiene ganada la guerra en estas tierras, y aunque es evidente, su pueblo pelea en vano, como si dar la vida por una causa perdida valiera la pena, se desvió del tema.

El gato y él compartían una maña que resaltó en el instante alargado en el fuero interno del felino, transcurriendo invariable en la realidad. Ambos apreciaban la serenidad de extraviarse en nimiedades para retornar a su blanco. Los gatos estiman la contemplación alargada, que pareciera superflua o indecisa, y es más bien el preludio de un salto elegante y directo; y Dazai la perorata casual que precede a lo necesario.

La gente se resiste en vano a lo inevitable, el nigromante torció la línea da la conversación, trazando la curva de retorno en su diatriba. Ellos, se refirió a los atacantes del príncipe, son iguales.

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