X. Esencia

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En una cabaña en el centro de un inexplorado y vasto territorio, en un lecho humilde, pues la pasión no es exigente y el corazón lo es menos si tiene a quien se ama; el nigromante olvidó su naturaleza, reservas y negativas, y el príncipe se despojó de la ropa, título y temores. Mortal e inmoral cedieron a una necesidad por encima del deseo carnal, arraigado en lo que Dazai se negaba a reconocer y a lo que Akutagawa se esforzaba por sobrevivir. No era la primera vez que lo hacían.

Se tenían, se asechaban detrás de los besos y miradas furtivas, se desgarraban la piel llegando al corazón a caricias, y devoraban sus afectos en una ofrenda de gemidos dulces y amargos. Dulces en la sinceridad propia de lo animal. Amargos, por las mentiras y el vacío que proseguía al comulgar de sus cuerpos y sentimientos.

Sometido por un amante ávido, a jadeos, el heredero armaba una red en que atrapaba a la criatura que lo torturaba.

Las piernas de Akutagawa abrazaban la cintura de Dazai, reteniendo la hombría endurecida en su estrecha carne, apremiando la velocidad de las penetraciones, abogando por que fuera más adentro y que cada ramalazo de placer sofocara en su violencia la cordura. De modo infantil deseaba que el efímero frenesí cambiara la agria realidad. De un beso a otro rogaba que así fuera, y de una caricia a otra sabía que era imposible.

Encajándole las uñas en la espalda, clamando su nombre y resoplando sus sentimientos sin darles la forma de palabras claras, se restregaba en su calor humano como el reflejo de lujuria y ternura en sus ojos, distinto de la frialdad con que, llegados al orgasmo, saciada el hambre y recuperado vagamente el aliento, lo devolvía a sus aposentos y desaparecía.

En las paredes del palacio no le quedaba más que el dolor de sus mordidas, la humedad entre sus piernas, y el fantasma de un arrebato. Impresiones que se desvanecían dejándolo vacío.

Un dueño cruel, eso era. Un dueño que encerraba a un ave a la intemperie, rodeada de libertad, impidiendo que se le acercaran, asustando a quien lo intentara, alimentando sus anhelos a migajas, saciando su necesidad de compasión a gotas, convirtiéndose en lo único a lo que podía ceñirse, la única muestra de amor a codiciar. Amor desalmado que le daba la espalda, y cuando se acostumbraba al aislamiento lo consolaba.

En su habitación, desnudo y herido por el desamparo, clavó la vista en el techo, en las vigas de madera y la madrugada iluminada por la luna en huida.

Inspiró.

Aguantó una lágrima.

Amaba a Dazai. Lo sabía desde... quizás siempre. No hubo un momento de repentina consciencia. Por eso, recostado en el futón, usado, a pesar de pretender odiarlo, era incapaz de hacerlo. Su esencia misma se resistía, atada a su despiadado monstruo.

Susurró su nombre. Las sombras se estremecieron de pavor por la mención, y su corazón lo hizo de dolor. Se prometió que algún día, uno no muy lejano, tal vez, quizás... desechó semejante estupidez. Ni siquiera valdría la pena prometerse lo que incumpliría: negarse a Dazai.

No lo hizo hace dos años, al ser raptado de la orilla del lago y llevado a ese sitio desconocido donde lo poseyó, donde le hizo el amor por días. Creyó que lo reclamaría, y que la inexplicable certeza de que su lugar yacía con él se cumpliría. Que terrible fue el desencanto más tarde, de regresó al palacio y a la semana siguiente, al, sin haberle permitido coincidir, marcharse el nigromante a una campaña con su padre quien pareció ignorar su ausencia.

No lo hizo entonces ni lo haría ahora.

No podría ni quería negarse.

La fugacidad de sus encuentros era cuanto le quedaba, la esperanza desalmada que lo mantenía con vida en una desesperación en crescendo.

Rodeado de tristes elucubraciones bien cimentadas, durmió. Cayó rendido, cansado psicológica, no físicamente.

Despertó al reclamo chirriante de las alondras, despuntando el alba tras la geografía montañosa que circundaba la capital. Durmió, no descansó, y aun así atendió a la sirvienta que tocó a la puerta, dando voz de entrada. Al enderezarse en la cama, sin molestarse en ocultar ni su desnudez ni la fresca capa de marcas en su cuerpo, reparó en las ropas que trajo para él. Era esa fecha...

La chica, sonrojada y evitando verlo preguntó por el aroma que deseaba en la bañera.

—Mandarino —la despachó con un ademán.

Sorprendida por la elección, la sirvienta asintió. Dejó la ropa en uno de los cofres, retirándose rumbo al baño, donde indicó al caldero por medio del sistema oculto tras las maderas, que enviara agua con esencia de mandarino. No el fruto, el árbol. Fragancia más fuerte y menos dulce, caprichosa y enigmática, que despertó sospechas agradables en la mujer al pensar que, probablemente, el príncipe no estuviera tan en desacuerdo con la cita de esa tarde.

El reino prosperaría, pensó ella.

El príncipe se recostó.

En lo más alejado del patio Dazai solía tenderse bajo la fragante y espesa sombra de un mandarino, hiciera frío o calor. El aroma se le impregnaba en la piel y en la ropa, y cuando lo reclamaba le embriagaba los sentidos. Si iba a comprometerse oficialmente, a sus veinte, si su monstruo lo permitiría, lo haría con una protesta, una marca cítrica voluntaria.

A la par, no lejos de ahí, en un carruaje que se acercaba custodiado por soldados del imperio y del reino, que pronto quedaría supeditado por un matrimonio a su merced, la emperatriz acompañaba a uno de los trofeos de guerra más valiosos que se pueden tener: un príncipe heredero.

—¿Nervioso?

—Sí —respondió con un temblor entre letra y letra el joven de cabellos blancos y ojos dorados con destellos violetas.

—Descuida. Sé que la primera impresión que tuviste de Ryunosuke no fue la mejor, pero te aseguro que es una buena persona.

El príncipe atajó las disculpas de la emperatriz Higuchi con una negativa.

—No hace falta que lo excuse, Majestad —sonrió. Su timidez ocultaba un espíritu fiero y noble—. Comprendo. Además, no es mi deber juzgarlo a él —presionó los puños—, mi deber es alejarlo de ese maldito demonio —escupió las palabras con odio.

—Atsushi —dijo más para sí la emperatriz, divisando el fuego en el semblante endurecido de su primo, reconociendo el espíritu guerrero de la familia.

La mayoría temía que fuera muy blando para heredar el reino y, sin embargo, ahí estaba, dispuesto a jugar en el terreno de un ente malévolo con tal de rescatar no sólo a su gente, sino también al hombre que lo rechazó la primavera anterior y que en los meses consiguientes observó en la lejanía. Una acción que le mostró un dolor como ninguno, una entrega devota y errada, alma sincera embaucada por un ser vil, nauseabundo.

Bajo su mano la caja de cedro sellada con poderosa magia contenía la última basa con la que contaban. La emperatriz se recordó la promesa de salvar al imperio de las garras del nigromante.

. . .

—Por su vida lo juró, y con su vida pagaría tal osadía —alargó el brazo, tomando una vela nueva. La encendió. El resto, hacía horas que consumieron. No le preocupaba. El amanecer estaba cerca, y la historia abordaba la mitad de su camino—. La osadía incauta de dos naciones.

Lamentó la temeridad humana y la admiró.

—Pese a eso, al desconocimiento con que intentaban confrontar a lo que no es ni bien ni mal —el ermitaño quitó unas gotas de cera de sus uñas, volviendo la vista al cazador—, que actuaran fue lo mejor. No para sus pueblos, ellos morirían igual, hicieran o no. Fue lo mejor para el nigromante. Lo mejor... y lo peor.

. . .

Notas:

Nuevamente me disculpo por la tardanza. Mi vida ha estado algo complicada en últimas fechas, y parece que lo estará por un tiempo más, así que voy a tener que pedirles que de favor me tengan paciencia. Seguiré actualizando constante, pero quizás sea más espaciado que al inicio.

Gracias por su comprensión, por su apoyo y por ser mi mayor motivación.

Almost HumanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora