XI. Celos

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En el centro del salón del trono, ejecutando una pronunciada genuflexión de la que no se exentaba ni al príncipe o a ella, levantó la vista a solas y a puertas cerradas con el emperador. Ver el efecto devastador que tuvo el mes transcurrido entre su partida y su regreso, viaje necesario para el imperio, en el hombre que amaba; la destrozó. Había adelgazado, tenía la tez pálida y unas cargadas ojeras. Más que un orgulloso soberano parecía un fantasma, o peor, un moribundo.

—Mi Señor —saludo verbal y solicitud para romper protocolos.

El cansado gobernante dio pauta con una sonrisa dulce que la irguió y encaminó a él, colocando en su regazo un regalo que prometía libertad. Una caja de cedro.

—Lo envía el rey Doppo —le acarició la mejilla, rugosidad flácida de extenuación.

El emperador postergó los detalles menores, en los que se englobó, besando el dorso de su mano. Lo primero era su gente, su pueblo.

Higuchi, forzada por la corona, asintió. Extrajo de la bolsita atada a la cintura un talismán armado de piedras de ónix, lava y zafiro, refulgiendo del resplandeciente azulado del tercero de sus componentes, y lo colgó en el cuello de su esposo recitando un conjuro.

El talismán vibró y extendió una exhalación por el salón. De inmediato el semblante del emperador adquirió mejor color y vitalidad.

—No has de quitártelo jamás. Es la llave del hechizo y tu protector cuando no me encuentre a tu lado —agregó antes de proseguir con la preocupación principal de Su Majestad—. El rey ha enviado a su hijo como acordamos, para alejar al Ryunosuke de Dazai y hacerlo ir con él a las montañas.

—Es muy arriesgado.

Un pensamiento y temor en voz alta al que Higuchi respondió con firmeza.

—Lo es, pero si estamos en lo cierto y es la clase de demonio que pensamos, alejar a Ryunosuke debilitará su vínculo, y por tanto el poder que toma de él y el embrujo con que lo ha confundido.

El padre suspiró.

—Ruego a cada uno de nuestros dioses, y a los suyos, que tengan razón, que sea un demonio y no...

La oración inconclusa hizo rezar a Higuchi por lo mismo. Si en verdad Dazai era aquella criatura que aseguraba, ni los dioses podrían interceder por ellos. La esperanza de que mintiera para evitar que el emperador lo exorcizarla, era a cuanto les quedaba aferrarse.

—Ningún ser de los que asegura ser parte se involucra con humanos, no como lo ha hecho —aseguró la joven que en ataño pretendió tomar los votos del sacerdocio, y que por amor abandonó—. Nunca ha habido registros de tal locura.

El emperador, consciente de que haber dejado morir a su reino y a su hijo pudo haber sido mejor que entregarlos a un ente vil, trató de asirse a la esperanza que le ofrecía Higuchi, pese a la consciencia de que los registros daban igual, que la ilusión de transmutar la realidad a voluntad humana era inútil.

Los humanos quieren creer en lo imposible, pensar que hay salvación cuando no existe. Combaten, tercos hasta el final. Esfuerzo inútil del que sólo su especie es capaz de vanagloriarse. De dicho mal pecaba la emperatriz contagiando al emperador, y también pecaba el heredero de las montañas. En ningún deseo residía más que la fe, luchando por el bien común y aun así... en esta historia donde no hay buenos ni malos, podría decirse que ello los convirtió en los malos al conspirar en contra de un amor enfermizo.

—Majestad —saludó el nigromante a Atsushi con una reverencia.

El emperador dispuso una comitiva, doncellas y caballeros de la corte que lo acompañaría, y en su calidad de consejero Dazai los despachó asignándose la labor.

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