IX. Salvación

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—Los humanos empiezan a hacer su movimiento.

—Lo sé.

—¿Y qué harás? —en la pregunta no hubo preocupación ni interés, sólo un genuino tedio que la impulsaba a continuar la conversación, apostando a favor de hallar algo interesante en la sucesión de eventos que se desencadenarían de la elección de Dazai.

—Nada.

La respuesta atrajo la atención de Yosano. Depositó la taza de té en la mesa ubicada en el centro del solariego kiosco en el jardín trasero de su palacete.

—¿Nada?

Dazai asintió mordiendo una galleta, subrayando su fingida indiferencia a los planes urdidos por los humanos. La insignificante mortalidad de estos no implica que sean inofensivos. Nunca hay que subestimarlos.

—Exacto —confirmó.

—Eres consciente de que si las cosas salen de acuerdo a lo que desean, el príncipe se irá lejos y con él tu plan, ¿cierto?

Alzó los hombros y los dejó caer, menospreciando la posibilidad.

—El chiquillo no es indispensable. Era el ideal, sí, pero ya no es el único heredero.

Se levantó de la mesa, agradeciendo la invitación. Entre criaturas como ellos había un espacio reducido para enemistades y rencores. Compartiendo la inmortalidad, pasaba por alto sus estupideces o se condenaban a una eternidad solitaria.

Aun así la mirada de Yosano, escoltándole a las sombras de las que emergió al presentarse, llevó en el reborde una traza de resentimiento por la amenaza, aun latente, que lanzó sobre su pareja.

De vuelta en el castillo, dio por sentado que dicho resquemor iría disipándose. Después de todo, Yosano debía entender mejor que nadie el motivo por el que lo hizo. Motivo que no diría en voz alta, que no reconocería, pero que estaba ahí, haciendo eco constante en su pecho, en el calor que le llenaba el cuerpo y lo hacía desear estar con del príncipe. Tomó aire. Apartó las cavilaciones indignantemente humanas y fue a la sala del trono. A esa hora el mensajero del reino de las montañas debía estar presentando la verdadera razón de su visita, terminada la lista de temas de rigor propios de una audiencia diplomática.

Frente a la doble puerta custodiada por la guardia personal del emperador, y el sequito protector del mensajero de sangre noble, retrajo la mano con la que estuvo por dar la orden que le diera acceso. Sonrió a los hombres armados que fruncieron el ceño, y se retiró con la excusa de saltarse una reunión aburrida en pro de coquetearles a las doncellas en las cocinas.

Yendo en una dirección distinta al emperador, y de las cocinas atestadas de humanos; trató de mantenerse en el papel de consejero y nigromante. Aunque huyera de la reunión, tarde o temprano enfrentaría el tema: el matrimonio del príncipe.

Sólo de pensarlo experimento un hueco en su pecho acompañado de nauseas. Uno que trajo consigo las palabras de Yosano: "ese niño es tú...", sacudió la cabeza. No. No debía sucumbir a la tentación de creer que un simple mortal podría... ¡No!

En los jardines, de frente al estanque donde dio a quien posteriormente fue el espíritu familiar del príncipe, se detuvo, encausando el hilo de sus especulaciones a un proyecto secundario, que serenara su inquietud.

A sus dieciocho años, habiendo obtenido el permiso del emperador, el príncipe se embarcaría a su primera contienda contra las tribus rebeldes que se refugiaban en los bosques del sur, en el territorio recién anexo. Confiaba en que volvería izando el estandarte del triunfo. Por eso se permitió un destello de satisfacción en la mirada. Lo entrenó bien. Aun sin la autorización inmediata de su padre para hacerlo, logró que dominara a Rashomon...

Frunció el ceño, instigado por un pinchazo de remordimiento. La vertiente de sus pensamientos regresó a su confusión y molestia iniciales.

Lo entrenó, sí, con fiereza que rozó la crueldad, colocando en riesgo su vida más de una vez, consintiéndose, pese a negarlo, el afán de deshacerse de aquel chiquillo que se negaba a reconocer como un peligro. Intensión real de asesinarlo y jamás lograrlo, apuntó a su cuello, a su corazón, a su cabeza. Dualidad en choque. El deseo contra el temor, el anhelo contra el instinto de supervivencia. Y a la urgencia de aniquilar un riesgo que no quería validar, le plantaba cara la determinación del chico, que como un perro al que se le ha ofrecido un trozo de carne por lastima, lo buscaba, lo seguía, cautivo de una devoción enferma.

Era más que devoción, era justo a lo que escapaba. Era...

Las uñas de sus dedos se deformaron en garras, hundiéndose en la carne de la palma de su mano, imponiendo un alto a la marejada de tonterías en su mente que arriesgaban la estabilidad de su plan.

Reencausó.

La victoria del príncipe en las tierras del sur haría que, por admiración y temor, el orgulloso rey de las montañas, Kunikida Doppo, cediera la mano de su hijo en matrimonio. Prodigar a su heredero, hijo único, aniquilaría su línea de descendencia; y por tanto, entregaría su reino y futuro a la estirpe Akutagawa. Derrota no menos humillante que la que habría sufrido en batalla, obligado a renunciar a su corona de rodillas; pero si menos terrible en cuanto al coste humano. Si un defecto tenía el distinguido rey, era el interés por su pueblo.

Esa sería la condena para el rey y la salvación de él. O eso creía...

—Dazai-san —llamó una voz conocida a sus espaldas.

Se giró.

No fingió que no lo esperaba. Caminó a esa área para quedar a la vista de la ventana de la biblioteca, aguardando a que el chiquillo corriera a su encuentro, omitiendo la indiferencia con que lo trataba desde que se convirtió en un ser más cercano a él.

Los ojos grisáceos del príncipe engatusaron sus sentidos. Bajó la guardia. Un segundo, uno, se dispensó, aproximándose al muchacho de tez pálida, que cargaba orgulloso a cuestas de un cuerpo débil y resolución terca, un pasado, un presente y un futuro que a la mayoría aplastaría.

Acarició su mejilla. Ambos se estremecieron en un instante de sinceridad. La criatura se inclinó sobre los labios del humano. Los poseyó, envolviéndose en sombras que los consumieron e hicieron desaparecer, llevándolos lejos, muy lejos de ahí, a un sitio en el que no se preocuparon en hablar, en mentirse o en perseguir; en el que se entregaron el uno al otro.

Un sitio en el que ni siquiera el tormento de una madre los alcanzó.

A salvo de las argucias del nigromante, protegida de su poder, Higuchi observó el punto vacío junto al lago del que se desvanecieron nigromante y príncipe, oculta en las sombras detrás de una de las columnas del pasillo abierto que circundaba esa sección del palacio.

El terror que abatía a la servidumbre y a los guardias, al pueblo en general, parte natural y parte hechizo, se había convertido en la furia y el valor con los cuales acudía a los dioses en busca de ayuda. Libraría al imperio del mal que lo acechaba, se prometió, apretando un amuleto en su diestra.

. . .

—La emperatriz creía tener lo necesario para deshacerse de un ser inmortal —subió la esquina del labio, gesto a medias entre admiración y burla—. Y aquel ser se creía capaz de controlar al destino —remarcó la mueca inclinándose a la burla.

Observó al cazador, leyendo su alma.

—No hace falta que te lo diga, sabes que el destino es un ente vivo, cruel y omnipotente, al que le place jugar con cada criatura en su tablero. Así que sobra explicar que, por muy poderoso y astuto que fuera el nigromante, en esta historia en la que el verdadero villano y director era y es el destino —una nota de resentimiento cansado lo acompañó—, no tenía posibilidades de salvarse ni a él, ni al príncipe.

. . .

Notas:

Perdón por el retraso. Han sido semanas complicadas, pero finalmente está aquí el noveno capítulo.

Muchas gracias por todo su apoyo, por los comentarios y votos, y espero me hagan el honor de seguirme acompañando en la historia de estos dos. No saben cuánto amo el Dazai x Akutagawa, y cuánta felicidad me da el ver que sí tiene fans esta shipp.

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