Derrepente te ví al otro lado de la mesa. Respirabas entrecortadamente, tenías miedo, era inevitable, había llegado la hora de afrontar nuestros errores y aciertos. Temeroso me mirabas, te sentías desnudo.
No podías evitar retorcerte en esa maldita silla de madera.
Sin dejar de mirarme respiraste ondo y fue entonces cuando empezó mi martirio...