"¡Injusticia!", clamé
a ese espejo de ébano broquelado
de promesas luminosas. La malicia del mundo
me escupió ese conocido eco de silencios
que a incógnita y absurdo saben.
Y caíste, como prosternada ante un dolor
que ya da sus últimos estertores, guarnecida
de agrias sombras volátiles, como volátil mece
la espiga el viento.
Y paseó tu rostro por lágrimas con sabor a limón y ceniza.
Entre muros de hirsuta aspereza tu lamento de hierro
golpeó perfidias anónimas, mas en vano. Las manos
solo tapan orejas, no tienden manos gemelas.
Y alzaste pudorosa tu talle, dulce tallo de orquídea,
buscando enjugar los pesares que deslíen
tu sonrisa de papel rasgado, en un alma
o sombra hermana.
Y no, no conociste hasta tres veces la verdad
como hizo el más fiel discípulo antes del gallo.
Mas entonces desnudaste la ira y las espinas,
y los cuchillos y las miserias humanas.
Y escuchaste un son, quizá de esa sombra amiga,
que te hizo saber que el dolor no necesita cómplices:
se basta a sí mismo, pero no así el amor,
a un amante, a una madre o al mundo. Qué importa.
Y te erguiste, y despertaste, y sonreíste
como ahora sonríes.