En los intersticios hay de toda alma
evocadoras simas que al ojo escapan
y que ni aun un altivo entendimiento penetra.
Son estos recodos mínimos de ser
y etéreas saetas errantes que hieren
zafias pretensiones de encuadre, de palabras,
de moldes tísicos que en vano aprisionan,
con dedos de esparto, la acuosa esencia
a cargo de separar lo ínfimo de lo íntimo,
la hiel de la miel, al Samsara del Brahman.
Fue en una noche de tedio crepuscular,
cuando el búho y el autillo dibujan
su faústica sonrisa sobre tejos extemporáneos
-noches de languidez que en la Sibila
inspiraron quebradizas ensoñaciones
ya trituradas por Cronos, el devorador-
acariciando el reloj la hora del Anticristo,
sí, te encontré, con ese encanto prosaico
de adormidera que encierra misterios arcanos,
o espectral belleza telúrica, invitando
al embriagado transeúnte a acceder
a dedálicos laberintos sin el hilo de Ariadna.
Ahora sé por ti que los geómetras erraban:
la verdad es curva, la grandeza, subterránea
y cuando el Érebo nos arrastra a la Parálisis,
al abrigo tentador de nuestras conmiseraciones,
desciendes como Beatriz los siete círculos
para iluminar mi cieno y caminar sin miedo.