Reto #7. Cara al tiempo.

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Lo primero que hizo Alexander Sevilla al despertar, fue encender su pipa tabaquera. Se preparó una buena taza de café mientras untaba dos rebanadas de pan blanco con grasosa margarina y escuchaba sobre la guerra inminente que anunciaba la radio en la penumbra que le brindaban las pesadas cortinas grises. Nunca abría las ventanas de su decrépita casa para evitar que la esencia humana se adentrara en ella.

Era 16 de junio de 1870, su cumpleaños.

Se percató que casi era medio día gracias al gran reloj de madera que él mismo había configurado antes de que su mano izquierda adoptara un temblor incesante; dejó su café a medias, agarró sus lentes de fondo de botella y su reloj de bolsillo, y salió de su casa.

El aroma a carbón quemado y las volutas de humo residual le dieron una bofetada apenas puso un pie fuera de su guarida. Tosió con amargura, pues que todo funcionara con carbón afectaba sobremanera su enfermedad pulmonar que, según él, nada tenía que ver con que no apagara su pipa ni un segundo del día.

Esa pipa había sido un regalo de su amada Felicia meses antes de su muerte, y tenerla cerca de él le hacía ser un poco menos rencoroso con la humanidad por haberse llevado a su mujer. Solo un poco.

Caminó por los callejones, observando con asco las grandes torres residenciales y los zeppelínes en los que solo un maestro alquímico podría costearse vivir. Eran todos unos imbéciles, pensó, el trabajo que él había tenido hasta hacía unos años era más importante que jugar con pociones mágicas en secreto.

Alexander Sevilla le daba cara al tiempo, y tiempo a las personas.

Llegó a la taberna que frecuentaba cada segundo sábado del mes, en donde pedía café y comía los maníes gratis que nadie más tocaba. Se sentó en la barra, lejos de los demás borrachos y pidió lo de siempre. A su lado, se sentó un recién llegado, haciendo que Alexander resoplara luego de mirarlo.

—Qué calor está haciendo.

—Ni lo intente, señorita, es bastante obvio que no es un hombre. —El tipo se vio sorprendido y Alexander sonrió de forma sardónica—. Sesenta y cinco años de vida me han enseñado que los hombres no tienen esas curvas... ni esas tetas.

—Qué grosero y perspicaz es usted —dijo la joven mujer, despojándose de aquella voz gruesa tan ficticia que había empleado y sonrió—. Una chica debe hacer esto y más por una cerveza.

La mujer pidió dos cervezas y habló por lo que a Alexander le parecieron horas, aunque solo hayan sido minutos. Le entró el deseo de irse de ahí, pero se quedó; no se encontraba con alguien que le invitara cervezas todos los días. Él solo escuchaba y asentía, acotando algún monosílabo cuando le parecía conveniente y esperando que se callara en algún momento.

Cuando ya iban por la cerveza número cinco, la joven puso la mano abierta en la boca de la jarra, antes de que Alexander le diera el primer trago.

—Un brindis —dijo al liberar la jarra. Ambos chocaron los vasos metálicos, ella radiante bajo esa barba falsa y él, reacio—, por los trabajos bien remunerados.

Alexander se bebió todo el contenido y empezó a toser descomunalmente. La joven se acercó a él y le dio un beso en la mejilla, para luego irse de la taberna. Lo había envenenado, sin embargo, solo sentía alivio al pensar en reencontrarse con Felicia.

Mientras su vida se escapaba de sus manos como negro polvo de carbón, pensó que nunca se había sentido más vivo.

RR LyraeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora