CAPÍTULO | 11

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Corrí por la calle fuera del restaurante, mi respiración se volvía cada vez más entrecortada. El aire frío de la noche me quemaba los pulmones, pero no podía detenerme. Mi mente estaba nublada por el miedo y la adrenalina, y cada paso que daba parecía un eco de mi desesperación. Miraba hacia atrás constantemente, esperando ver a Román y Renato aparecer en cualquier momento. Mis piernas temblaban, pero mi voluntad de escapar era más fuerte. No podía permitir que me atraparan de nuevo, no después de todo lo que había soportado.

A lo lejos, divisé a dos personas, un hombre y una mujer, caminando tranquilamente por la acera. Sin pensarlo dos veces, me dirigí hacia ellos, con la voz temblorosa y llena de urgencia.

—¡Por favor, ayúdenme! –grité con mi voz quebrándose.

Los dos extraños se detuvieron, sorprendidos por mi súplica desesperada. La mujer, de cabello rubio y ojos amables, dio un paso hacía mí.

—¿Qué sucede? –preguntó, su tono lleno de preocupación.

Apenas podía articular las palabras, pero sabía que necesitaba de su ayuda para sobrevivir. El hombre, alto y de complexión robusta, miró a su alrededor con desconfianza.

—¿Estás bien? –preguntó, aunque la respuesta era obvia.

Asentí frenéticamente, con terror miré a mi alrededor.

—Mis secuestradores me están siguiendo, por favor, tienen que ayudarme –suplique, aferrándome al brazo de la mujer.

Los señores intercambiaron una mirada rápida, sentí un gran alivió cuando el hombre asintió.

—Vamos, te llevaremos a un lugar seguro.

Pero antes de que pudiéramos movernos escuchamos los pasos apresurados de Román y Renato acercándose.

—!¡Tenemos que irnos! ¡Ellos vienen por mí! –grita aterrorizada.

Los rostros de Román y Renato eran duros. Y sé que estaban más que molestos. Y sentí un nudo en el estómago al ver las armas en sus manos.

—¡Aléjense de ella! –gritó Román, su voz resonaba con autoridad.

La pareja que había intentado ayudarme se quedaron paralizados, sin saber qué hacer. Yo por miedo retrocedí, mi corazón latía con fuerza en mi pecho.

—Por favor, no les hagan daño –rogue, pero sabía que mis palabras caerían en oídos sordos.

Román y Renato no eran hombres que mostraran misericordia.

Renato levantó su arma, apuntando directamente al hombre.

—Esto no tiene que ver con ustedes –habló con frialdad.

No, Román no podía matarlo.

—Roman por favor –intente razonar con él.

—No te metas – me advirtió con su mirada gélida.

Sentí que el mundo se desmoronaba a mi alrededor. Las personas habían intentado ayudarme ahora estaban en peligro por mi culpa.

—¡Por favor, no! –grité, pero mi voz se perdió en el estruendo de los disparos.

El sonido de los disparos resonó en la oscuridad de la noche y miré cómo los cuerpos de los dos extraños cayeron al suelo, inertes. La sangre se extendió rápidamente, formando charcos oscuros en el pavimento. En un intento de ahogar mis gritos de horror me llevé las manos a la boca.

Por intentar escapar ya había matado a dos personas y ellos habían pagado el precio por mi culpa. Román se acercó a mí, sentí cómo me tomó por las mejillas y alejó mi mirada de la escena sangrienta y me obligó a verlo.

—¿Ves lo que pasa cuando intentas huir y metes a personas inocentes? –me habló una voz suave pero amenazante.

Por dios, después de haber matado a dos personas todavía tenía el cinismo de burlarse de mí.

Pero no hablé, las palabras se habían quedado atascadas en mis cuerdas vocales. Y en ningún momento me moví, mis zapatos altos se habían quedado pegados al suelo.

Sabía que no tenía escapatoria.

Renato por primera vez se acercó a mí, su expresión fue fría pero al mismo tiempo cariñosa.

—Vamos, muñequita. Es hora de volver a casa –dijo, extendiendo su mano hacia hacía mí cuando Román se alejó.

Por última vez miré los cuerpos en el suelo, sintiendo una gran tristeza.

Con repugnancia tomé la mano de Renato y junto a él subí al coche en la parte trasera, en todo el camino a ese infierno no pude dejar de llorar y cómo sí no hubiera pasado nada Renato me acariciaba el cabello y me decía palabras bonitas.

Pero en mi mente no podía parar de pensar que por mí culpa esas personas habían muerto.

Cuando regresamos a casa Renato me llevó a la habitación y con suavidad me dejó en la gran cama, pero apenas tuve tiempo de ponerme en pie y salir corriendo
al baño y justo a tiempo alcance a llegar, con la cabeza en el inodoro vomité lo poco que tenía en el estómago. Las manos Renato las podía sentir frotando mi espalda, ya me dolía la garganta del terrible esfuerzo que hacía para sacar el asqueroso contenido de mi estómago.

—Tranquila Muñequita, todo estará bien.

Mientras vomitaba traté de alejarlo, no quería que me tocará. Él y su hermano habían cometido un asesinato y todo había sido culpa mía.

En el momento en qué sentí que ya no iba a expulsar nada bajé la tapa y le bajé al inodoro. Y por un momento recosté mi cabeza sobre la tapadera y cerré los ojos con fuerza.

Después de ver de lo que son capaces realmente, perdí las esperanzas.

El secuestro de Annika Reed Donde viven las historias. Descúbrelo ahora