ღ Capitulo 8 ღ

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Arrastré a Kim a la tienda de disfraces y de máscaras y pasamos dos horas probándonos vestidos dignos de una película de época. Al final, aunque el estilo Jane Austen me atraía, terminé alquilando un precioso disfraz de pirata. Los pantalones de piel negra y las botas hasta las rodillas me gustaban y me hacían sentir atrevida, y el antifaz, también negro, junto con el sombrero de ala ancha ocultaban mi rostro lo suficiente como para fingir que no era yo la que los llevaba.

El traje se completaba con una holgada blusa blanca de algodón muy fino y medio corsé de cuero negro anudado encima. Evidentemente, también llevaba una espada colgando de la cintura, pero al final decidí no llevármela, porque no quería verme en la tesitura de utilizarla. Y porque, tal como dijo Kim, podía hacer caer a algún camarero con ella.

A la mañana siguiente, llegué al despacho con ganas de contarle lo del disfraz a Martha y de sonsacarle qué iba a ponerse ella, pero en cuanto pasé por delante de la biblioteca, los recuerdos del «casi beso» que Louis al final no me había dado inundaron mi mente y me resultó imposible pensar en otra cosa. No sólo no me había besado, sino que me había dicho textualmente que no quería salir conmigo y luego me había ordenado que no fuese a la fiesta, el muy engreído. Era insoportable. Entonces, ¿por qué no podía dejar de pensar en él? Por el modo en que me miró cuando me quitó a Ruffus Howell de encima y por cómo se me aceleraba el corazón siempre que se me acercaba.

Era absurdo. Ridículo. Seguro que la atracción que ambos sentíamos era pasajera. Yo hacía poco que había sufrido un gran desengaño y tenía ganas de tener mi primera aventura y él, bueno, de él no sabía nada, pero seguro que había alguna explicación.

Llegué al despacho de Martha y vi que ella todavía no estaba, así que aproveché para ir a la pequeña cocina que había en esa zona del bufete y preparar un poco de té. Esta se hallaba al final del pasillo y estaba provista de nevera, cafetera, microondas y distintas estanterías llenas de tazas y de cajas de galletas. Abrí la puerta, convencida de que no encontraría a nadie y me llevé una sorpresa.

Louis Tomlinson estaba preparando té. Acababa de sumergir las bolsas en el agua hirviendo, antes de ponerle la tapa a la tetera. Llevaba uno de sus elegantísimos trajes negros y tenía el pelo húmedo y, aunque no lo pareciese, encajaba perfectamente en aquel lugar. Había algo en su expresión, allí, estando a solas, que lo hacía parecer más joven, menos duro.

¿Quién era ese hombre? ¿Desaparecería en cuanto dejase de estar a solas?

—Buenos días, Ky —me saludó otra de mis compañeras desde el pasillo. Y Louis levantó la cabeza y me pilló mirándolo. Como era de prever, la dulzura desapareció de su rostro con tanta rapidez que pensé que me la había imaginado.

—Buenos días —lo saludé.

—Buenos días —contestó él.

—Venía a preparar té —dije yo, justificando así mi presencia allí, a pesar de que no me había preguntado nada.

Louis dejó la tetera encima de la mesa que había en el centro de la cocina, sacó una taza del armario y leche de soja de la nevera y me sirvió.

—Espera un poco, todavía está muy caliente —me aconsejó, levantando la taza para acercármela.

Yo la cogí, junto con la servilleta de papel que me dio también para que no me quemase.

—Gracias.

Nuestros dedos se rozaron en el asa y vi que él cerraba en seguida la mano.

—¿Cómo sabes cómo tomo el té? —le pregunté cuando reaccioné.

Me sonrió y pensé que se iría sin contestarme.

Me equivocaba.

—Porque, aunque intente lo contrario, siempre te presto atención.

Ninety Days | Louis Tomlinson |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora