Lian
— Gracias, Timón, pero de verdad ya no tengo hambre — mentí, luchando por contener ese gesto de asco que empezaba a formarse en mi rostro.
El suricato apartó aquella larva regordeta que sostenía frente a mi nariz para poder verme a la cara. Su mirada escéptica se clavó sobre mis ojos. Mi pequeña excusa no había logrado convencerlo.
— ¿Estás segura? — inquirió. — Apenas tocaste tus termitas...
— Sí, lo sé — desvié la mirada, incapaz de mantenerla sobre sus ojos por más tiempo. — Es solo que... no me siento muy bien. Iré a recostarme.
Empecé a alejarme de aquel viejo tronco donde solíamos comer. Mientras menos tiempo permaneciera ahí, sería menos probable que notaran mi mentira.
— ¿Te duele algo? ¿Necesitas ayuda? — preguntó Pumba.
— No, estoy bien — lo miré por el rabillo del ojo, sin detenerme. — Solo necesito descansar un poco.
Me adentré en la espesura de la selva, sin reparar demasiado en las reacciones de los machos que dejaba a mis espaldas. No quería ser grosera con Timón y Pumba, pero era algo que no podía evitar. Hacía ya algunos meses que había empezado a notar los cambios que la pubertad estaba haciendo en mi cuerpo: las ligeras manchas que tenía en el pelaje desde mi nacimiento, de por si poco perceptibles, habían desaparecido por completo; mi cuerpo y extremidades se había vuelto más alargados y estilizados; mis músculos empezaban a crecer y mis dientes de leche se habían caído para dar paso a la dentadura de una leona adulta.
Entre esos cambios estaba uno que no esperaba ni de lejos: mi actitud. De repente, aquellas cosas que antes me entusiasmaban ahora me parecían poca cosa. Había días en los que no podía parar de tomarme todo a broma y otros en los que simplemente no me apetecía hacer nada y aborrecía a todo el mundo. Y había otros tantos en donde, por alguna razón, no podía dejar de llorar. ¡Simplemente no entendía que era todo aquello que me pasaba!
A tipo de "efectos secundarios" de la pubertad atribuía el que acababa de obligarme a abandonar a mis amigos a la hora de comer: sentía un asco horrible. Hacía pocos días había desarrollado una fuerte aversión hacia la ingesta de insectos, y la sola idea me provocaba arcadas. No se dijera intentar consumir el más pequeño escarabajo: me era imposible.
Pero, lo que más me extrañaba, es que parecía ser la única con estos problemas. Simba ya había pasado por estos cambios hacía algunos meses. Ahora era un adolescente desgarbado; con una melena abundante en crecimiento y un profundo desinterés en tomar duchas de forma constante. Pero nunca había sentido la repulsión que yo experimentaba hacia nuestra dieta. Él era feliz succionando caracoles de sus corazas y saboreando larvas viscosas.
No sabía exactamente a qué se debía, pero me apenaba admitirlo en público. No quería ser la oveja negra de nuestra improvisada familia. Pero tampoco podría soportar un minuto más fingiendo que disfrutaba de sentir las patas de aquellos pequeños insectos recorriendo mi boca. Así que era por eso que me alejaba del resto.
Tenía hambre. Bastante hambre. Hacía dos días que apenas había probado bocado y mi organismo empezaba a pasar factura por ello. Mi estómago rugía por la falta de alimento y mi cabeza dolía tanto que sentía que iba a explotar. No mentía cuando dije que me sentía mal. Pero más que eso, deseaba estar sola con mis problemas de puberta incomprendida.
Sin darme cuenta, mis pasos me había guiado hasta el estanque donde solíamos beber agua. Me acerqué a la orilla y bebí hasta sentir que se apaciguaba el dolor en mi estómago. Eso calmaría el problema durante algunos minutos, pero necesitaría más que solo agua para deshacerme definitivamente de él.
¿Qué había en esa selva que pudiese comer? Me parecía raro que extrañara el sabor de la carne: apenas había empezado a probarla cuando nos fuimos de casa. ¿Frutas tropicales? Lo había intentado hacía algún tiempo y, aunque no sabían nada mal, debía buscar una buena cantidad para saciar mi hambre.
Continué caminando por la selva, sin importarme mucho el rumbo que seguía. Solo podía pensar en encontrar algo para llevarme a la boca. No había presas como las que encontraríamos en casa: las manadas de cebras y antílopes pertenecían a la sabana. Empezaba a pensar que tal vez si nadaba hasta lo profundo del lago conseguiría atrapar algún pez, cuando una sombra sobrevoló sobre mí. Al alzar la mirada encontré, posado sobre la rama de un árbol cercano, una gran ave de plumaje oscuro y pico alargado que reconocí como un toco negro.
Había visto con anterioridad muchos otros de su especie revoloteando por la jungla. Pero este tenía algo diferente a los demás: estaba herido. Era evidente que algún animal lo había atacado, pues una de sus alas tenía un horrible rasguño que teñía sus plumas con sangre. El contraste que creaba el brillante bermellón sobre el negro era hipnotizante.
Me acerqué más a él, con la idea de ver qué le había ocurrido. Caminé hasta que estuve justo debajo de la rama donde estaba parado. El ave se sacudió con fuerza, y una gota de aquel líquido cayó sobre mi nariz. Un fuerte olor a sal y hierro inundó mis fosas nasales y, por un momento, sentí que me desconectaba de todo.
Una fuerza mayor tomó control de mi cuerpo y, obedeciendo ante esta, trepé con agilidad por el tronco del árbol. El toco ni siquiera lo notó, distraído mientras limpiaba su plumaje. En segundos llegué a la rama donde se encontraba. Me quedé quieta y en completo silencio. Aquella fuerza me ordenó saltar, y mis zarpas atraparon a la sorprendida ave que no tuvo tiempo de escapar. Aterricé sobre la tierra de la jungla, arrastrando al toco conmigo.
El ave chilló desesperada, pero poco me importó. El olor de su sangre era todo lo que rondaba por mi mente. Y siguiendo las órdenes de aquel nuevo impulso, rodeé su cuello con los dientes. Escuché un crujido, y los ruidos cesaron, igual que el nervioso batir de sus alas. Mi estómago gruñía en protesta por mi tardanza, y apenas fui consciente del momento en que comencé a desemplumar el cuerpo que tenía entre las garras. El sabor de la carne era exquisito. Y estaba tan suave que apenas hice algún esfuerzo por masticarla. Definitivamente mucho mejor que los insectos de Timón y Pumba.
¿Timón y Pumba?
Entonces reaccioné. Me aparté de los restos del toco, totalmente asustada. ¿Qué demonios acababa de hacer? Había asesinado (y devorado) a un pobre pájaro herido. Miré mi pelaje: estaba hecha un desastre. Mi hocico, mi pecho y mis brazos estaban salpicados con un líquido escarlata que empezaba a secarse, dejando horribles mechones de pelo apelmazado por todas partes. La escena que tenía frente a mí no podía ser peor. El pecho del toco estaba abierto, mostrando el interior del cuerpo del ave. Faltaba la mayor parte de su carne, y las plantas que rodeaban el lugar tenían cientos de plumas pegadas a sus hojas. ¿Pero qué clase de bestia era?
Me apresuré a limpiar la escena del crimen. Cavé un agujero en la tierra, donde arrojé los restos del toco. Recogí todas las plumas que encontré, y las deposité junto al ave. Cubrí la evidencia con la tierra donde había fallecido el animal y hui de ahí tan pronto como pude para ir a lavarme.
¿En qué momento había hecho todo eso? No recordaba casi nada. Mi cuerpo había actuado casi por voluntad propia en busca de alimento. Entendí entonces lo que significaba la palabra instinto. Acababa de descubrir lo que conllevaba ser un carnívoro, y esa fuerza que me había arrebatado el control sería ahora una parte de mí.
Ese día aprendí dos cosas. La primera: no volvería a dejar pasar tanto tiempo sin comer. Y la segunda: por mucho que intentase negarlo, las aves eran deliciosas.
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Dibujo sobre este one-shot que realicé para el leontubre de 2021
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Lian's Story: One-Shots (Vol. 1)
Fanfiction(Basada en la película de Disney, The Lion King) ¿Cómo fue la infancia de Simba y Lian en la jungla con Timón y Pumba? ¿Cómo se conocieron Lian y Mheetu? ¿Qué fue de la madre de Zuna? ¿Y qué pasó con el padre de Tiifu? La respuesta a estas incógnita...