Prólogo

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Un nuevo comienzo.

Oscuridad. Eso era lo único que recordaba: una oscuridad densa, silenciosa y, sobre todo, solitaria. Mi mente no pensaba en nada, pues era en vano, ya que no recordaba nada.

"¿Quién soy? ¿Dónde estoy? ¿Qué estoy haciendo?" – pensé.

Mis párpados se abrieron lenta y pesadamente, parecía que había llevado demasiado tiempo sumergido en un profundo letargo. Observé alrededor y me quedé atónito: una enorme habitación circular, cuyas paredes de piedras estaban recubiertas con finos y delicados tapices de terciopelo. También había lujosas estanterías repletas de todo tipo de libros. Me miré y vi que estaba semidesnudo, tumbado en una especie de alfombra. Me incorporé lentamente y noté cómo se iban tensando los músculos de mi cuerpo. Aún sentado en el suelo, aprecié un círculo en la alfombra con figuras extrañas, en las que reinaba una caligrafía tanto hermosa como sencilla. Dichas figuras, brillaban intensamente con un color demasiado extraño para poder describirlo.

Poco a poco me fui levantando, hasta que, ya de pie, observaba como un hombre ya avanzado en años, con una túnica de vivos colores, se acercaba sutilmente hasta donde me encontraba. Se paró a una distancia de unos dos metros, lo justo para que contemplara su rostro con total detalle. Su cabello era blanco como la plata, aunque me fijé que había algunos pelos de color dorado entrelazados con el resto, por lo que en su juventud fue un hombre rubio. Tenía numerosas arrugas por todo el rostro. Aunque lo más llamativo eran sus ojos, del color de la esmeralda más brillante de todas que, misteriosamente, cambiaba cada cierto tiempo de color: dorado, plateado, cobrizo, del rubí, del cuarzo... no podía mirarlo a los ojos durante mucho tiempo, pues el cambio de color de su iris me provocaba mareo y, si hubiera seguido mirando un tiempo más, me hubiese quedado hipnotizado. También me percaté de que portaba un collar dorado que resplandecía levemente, el cual estaba sobre su túnica. Me fijé en sus manos, las cuales, grandes y desgastadas, sujetaban una especie de bastón de madera, en el que habían abundantes símbolos que desconocía, tallados delicadamente sobre la madera. Estos símbolos ascendían hasta la parte alta del bastón, en la que la madera describía una curva en forma de media luna. En su centro, había una piedra del mismo color que el círculo de la alfombra.

Tras un largo tiempo mirándolo, el anciano movió los labios y pronunció suavemente unos sonidos que no entendía.

-Bonum mane, Sir Valeriam. – me dijo.

Me pilló de sorpresa, por lo que retrocedí varios pasos hacia atrás. El hombre sonrió levemente, así que inconscientemente disipé la tensión de mis músculos. El anciano se acercó hasta que pude apreciar su olor: agradable y placentero, en el que se apreciaba una fresca brisa primaveral y un olor a naturaleza que, aunque no lo recordaba, me resultaba muy, muy familiar. Embaucado con su olor, me puso su mano en mi frente sin que pudiera hacer nada. Con la misma rapidez, pronunció otros sonidos, en esta ocasión muy diferentes a la vez anterior.

De pronto, me sumergía en un mar sin fondo. Pasé bastante tiempo y, cuando estaba a punto de ahogarme, ese mar, cuyas aguas eran cada vez más profundas, se volvió completamente oscuro. Aparecieron una infinita cantidad de imágenes, escenas y palabras. Entonces me di cuenta de que esas no eran simples imágenes, no. Todo eso eran mis recuerdos. Incluido mi nombre. Había numerosos nombres por los que me conocían, aunque casi todos estaban demasiado borrosos. Pero no todos. Solo uno brillaba intensamente entre los millones de fragmentos de mi memoria. Solo uno era el nombre con el que nací. Ese nombre era... Valeriam.


Valeriam, La Leyenda OlvidadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora