Capítulo V

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Cuando asintió, no había sido sin pensarlo. Realmente había analizado todas las posibles conclusiones que podrían derivarse después de que, en silencio, aceptara la petición del rubio. Una parte de ella, algo lejana y desconocida, le dijo que se lo debía. Aunque ella no sabía porque. Por años había jurado que otras habían saboreado la sensación de sentir los labios de Arnold. Por años se había dicho, mientras se sumergía entre evolutivas poesías, que necesitaba un plan de respaldo. Ya no era una niña, ya no podía seguir con la ingenua seguridad de que algún día él sería suyo. Porque el tiempo pasaba, ella se volvía más madura y no se podía conformar con premios de consolación o recuerdos que solo la dejaban directamente en callejones sin salida. Ella quería el paquete completo. Ella quería una vida con Arnold y no sería tan patética de conformarse con las sobras. Helga era una Pataki y como tal, deseaba y se merecía todo. Era eso o nada. Por eso, mientras el tiempo pasaba, la realidad era más poderosa que nunca, de niña había amado a un Dios, como se ama a un salvador, en la inocencia de finales felices y en "Felices para siempre", al crecer, el Dios se había vuelto hombre, tangible, real, imperfecto. El Arnold que amaba y el Arnold que odiaba por fin eran uno solo, ya no un Dios ni una Escoria por separado solo cuando le convenía. Al crecer, tuvo que aceptar pesadamente que todo el tiempo, a toda hora, Arnold era Arnold. No un ídolo, no un Dios, no existía por un lado el buen chico y por otro lado el ingenuo enamoradizo. Ambos eran uno solo y debía recordarlo. Lo amaba y lo odiaba con intensidad y con matices. Eso explicaba porque a veces sentía que moriría si no escuchaba su voz y otros días se iba a dormir sin pensar en él. En algún punto de su vida, el amor se había vuelto real, humano y por ende, más poderoso, porque ya no había vuelta atrás, no habría decepciones que destruyeran utópicos sentimientos construidos en verdades a medias.

Helga G. Pataki había llegado a construir su amor como una sólida base y necesitaba que Arnold también sintiera algo por ella, algo tan sólido que pudiese sostener un amor que se veía pocas veces en la vida, uno sincero, con altos y bajos, uno que evolucionaría, que se haría más fuerte y sería para siempre. Y si no podía tener eso, no deseaba nada. Y comenzaría otro camino, tal vez no feliz, pero por lo menos no sería trágico. Porque a ese nivel lo amaba, sin fanatismos ni ingenuidad.

Por eso había dado por hecho que él había seguido siendo el incauto enamoradizo que había sido. Cuando nunca le conoció una aburrida novia que solo podría darle tonos pastel a su vida, había concluido que mínimo se había dejado llevar, como todo adolescente, en el encanto de una mirada desconocida y un par de besos de película, sin posibilidades de secuelas ni continuaciones.

La sorpresa casi la derrumba en la culpa, en haberlo juzgado en la ignorancia. Y la verdad la golpeó con sorpresa. Estaba hablando de Arnold, del chico que vivía en los sueños y no en la realidad. El chico estaba tan ciegamente enamorado de sus sueños idealizados que inconscientemente se obstaculizaba el saborear la realidad. Enamorado de los imposibles, apuntando siempre a las chicas que negarían sus sentimientos y ciego ante aquellas que realmente aceptarían estar a su lado. Ese soñador la había besado en San Lorenzo sabiendo que ella se negaría a cualquier relación, porque tanto él como ella sabían que Arnold no conocía a Helga, que era imposible que la amara con la misma intensidad que ella lo hacía, que solo estaba deslumbrado por la gratitud, él había sentido lo mismo que Helga cuando había estado en el jardín de infantes. Él apenas había sentido lo que ella sintió siendo una pequeña niñita. Arnold le había pedido en ese entonces ser novios porque inconscientemente sabía que él fracasaría ante la responsabilidad de una emoción tan poderosa y por eso ella le negaría sus afectos.

Pero ahora él le había demostrado lo serio que era en cuestión del amor. Y sus pesadillas habían terminado porque le creía. Ya nunca pensaría que alguna chica había poseído por unos momentos a su amado. Todas esas tétricas pesadillas habían concluido, dejándola con una cálida sensación. Todo eso, resultaba ahora, en algo tan dulce que le dejaba sin palabras.

Cómame señor lobo «Hey Arnold!»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora