III: Andrés

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El despertador sonó a las 8 y media de la mañana. Yo había pasado media noche despierto, dando vueltas y pensando en lo que había pasado unas noches atrás, en lo que había sido mi infancia: lo normal que había sido mi vida hasta los catorce años, cuando el chico porteño que no había salido nunca de la ciudad de Buenos Aires había dejado su sitio a otro que viajaba por diferentes continentes de un lado a otro. La gente solía contar las ovejitas para dormirse, yo pensaba.
Mi cerebro no dejaba nunca de pensar y por fin este, era el día en el que podía comprobar si mis presentimientos eran verdaderos. 
Me obligué a salir de mi nueva, pequeña y cómoda cama, aunque tenía mucho sueño por las peripecias de la noche pasada. Remetí las sábanas entre el colchón y la cabecera e iba imaginando. Imaginando como esto hubiera formado parte de mi rutina habitual. Aquel mismo cuarto podía convertirse en mi propio hogar.
Ya lo veía lleno de amigos que todavía tenía que conocer. 

– ¡Andrés! – la voz de mi padre desde el piso de abajo.                         
                                                
– ¡Bajá rápido que me deben entregar las prácticas de un nuevo caso para tu madre y no quiero llegar tarde! Además te esperan en la academia.                                                                           – Qué paja, ya estoy levantado – le contesté.  

El ruido de las puertas abriéndose y cerrándose y de sus gritos me indicaron que tenía realmente prisa. 

De repente descubrí que ahí en Barcelona iba a estudiar en una escuela de Arte, que era exactamente lo con lo que siempre había soñado. No quería seguir las huellas de mi padre, pero había debido heredar de él mi talento artístico. Mientras mis amigos estudiaban, salían por ahí, bebían y hacían las típicas cosas de adolescentes para meterse en líos, yo no. Yo era más bien el tipo que se pasaba las noches dibujando y pintando, con las piernas cruzadas en el piso cubierto de lienzos, mientras mi mamá, anteojos puestos, estudiaba sus papeles y documentos jurídicos y mi papá hacía líneas, círculos, cuadrados en sus proyectos de trabajo. Una vez me contaron que todos los pisos que mis padres poseían, los había diseñado mi papá Lucas. Que eran fruto de su imaginación.                                                                                  
Fue él, el que me abrió las puertas de este camino. Aún recordaba la maravillosa y tremenda emoción al recibir la carta de admisión a la ESBA, la Escuela Superior de Bellas Artes Ernesto de la Cárcoba en Buenos Aires.
Mi mamá, Alegra había llorado durante horas por lo contenta que estaba. No podía negar que me sentía orgulloso de que mi duro trabajo hubiera dado los frutos esperados. Quería seguir una carrera artística y quizás estudiar en universidades fuera de la capital argentina. Bueno, en realidad había dejado a un lado esta idea cuando, al comentárselo a mi mamá el color de su rostro la había abandonado.  

Me metí en la bañera para que parte de mi tensión desapareciera y permanecí bajo el agua tibia intentando apaciguar mi mente tan absorta en mis pensamientos. Físicamente estaba ahí pero mi cabeza estaba perdida en otra dimensión desconocida. 

Mientras envolvía con la toalla mi cuerpo mojado, mi padre volvió a gritar mi nombre para que me apurase. Tenía que desahogarme, estaba de los nervios por mis primeros días en este nuevo mundo. 
Me temblaban las manos mientras intentaba subirme el cierre de mi habitual suéter azul. No había hecho nunca caso a mi vestuario. Mi outfit no era tan estudiado como lo era el de Fran y Luis Miguel y ni siquiera me gustaba ir de compras. Siempre me había aprovechado de que Luis y yo tuviéramos la misma talla aunque este último, con sus 15 años, fuese el menor de los tres hermanos que éramos. 

Mientras escogía la ropa para llevar, pasando una y otra vez por la ventana de mi cuarto, me detenía a ver las tres cabelleras rubias de nuestros nuevos vecinos, de pie en el jardín delantero de nuestra casa. Nosotros también teníamos un jardín de entrada muy bonito en el que seguramente mi mamá iba a mandarnos plantar narcisos. Es que siempre le habían gustado, a pesar de que no tuviese tiempo ni espacio para dedicarse a eso. Además no aguantaba a aquellas familias, siempre hay una en cada cuadra, que nunca cortaban el césped, que tenían juguetes desperdigados por todas partes o incluso que plantaban flores sin cuidarlas, haciéndolas marchitar. 

Y así fue... que nos conocimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora