24. La intervención de los Inmortales

27 7 4
                                    


Leo se mezcló entre la muchedumbre, seguido de cerca por Brígid. La muchacha estaba sumamente nerviosa, lo que le hacía observar con desconfianza a cualquier transeúnte que pasara a su lado.

Brígid no era la única. Los habitantes de Karián se veían tensos, pues ya se había difundido la noticia de los conflictos en el norte de la ciudad, y muchos corrían en dirección a sus casas en busca de refugio. En cada rincón de Karián se veían los desconfiados rostros de los habitantes, quienes intentaban hacer el menor contacto posible con cualquier persona que pudiera retrasarlos, además de moverse con premura y desconsideración con el resto de viandantes.

—¿Puede decirme que está pasando? —preguntaba Leo a cada hombre o mujer que caminaba con prisa.

—¡Hay disturbios en el norte y el oeste de la ciudad! ¡La bruja y el Inferus han escapado! —le respondió finalmente una desaliñada mujer, que llevaba a su pequeña hija de la mano.

Leo confirmó entonces sus temores, la situación había empeorado considerablemente después de lo visto hace una hora.

—¡Bien! Ella logró escapar —comentó una emocionada Brígid, asegurándose que nadie pudiese escucharla.

—Es mejor que busquemos un refugio, quién sabe qué pueda ocurrir desde ahora, pero no deseo estar en las calles de Karián si todo empeora —recomendó Leo, con una inusitada inseguridad.

Brígid asintió, por lo que siguieron andando a través de las pobladas calles, en dirección a la zona sur de la ciudad.


La enorme sala del trono, dentro del ostentoso Palacio Real de Karián, permanecía en sepulcral silencio. Un temeroso mensajero permanecía postrado frente al esplendoroso trono real, y al hombre sentado sobre él: El rey de Karián, monarca de toda la nación de A'gilá, Arkán Sandraer. Éste parecía a punto de estallar debido a las problemáticas noticias recibidas.

—¿¡Cómo demonios fue que ocurrió!? ¡Eran diez hombres, sin contar a los que bloqueaban las calles! —preguntó Arkán Sandraer con tono imponente al mensajero.

—Su majestad, yo... —el delgado hombre hubo de tragar saliva para poder continuar— no sé cómo ocurrió, sólo puedo contarle lo que me han informado.

—¡No digas otra palabra! ¡Fuera! —Arkán estaba histérico.

El hombre salió presuroso de la habitación, hollando velozmente la larga alfombra que conectaba la gigantesca puerta de entrada, con la amplia escalinata que permitía alcanzar el trono.

Aquella sala era enorme, y se distribuía simétricamente a ambos lados de la alfombra. Sus blancas paredes exhibían hermosas pinturas y esculturas. Todo el lugar era soportado por gigantescos pilares cilíndricos, y estaba presidido por un hermoso trono de robusta madera, ataviada con un manto de tela escarlata, decorada con deslumbrantes encajes dorados. Sobre éste se encontraba el rey Arkán, un hombre pálido con cabello gris y barba poblada, que mantenía un porte altivo e iba ataviado con una roja túnica y una rutilante corona engalanada con una esmeralda. A su izquierda estaba una hermosa mujer rubia con rasgos serenos y algunas marcas propias de la edad, ataviada con un hermoso vestido escarlata, la Reina Eelín Sandraer. Ésta disfrutaba de un asiento de características similares al del trono real, pero con un tamaño reducido. Había otros tres presentes, todos criados de alto cargo.

Nuevamente se generó un tenso silencio, hasta que unos segundos después las grandes puertas se abrieron, dando paso a un hombre bajo y robusto, con cabello gris e hirsuto y barba incipiente. Iba vestido con una lustrosa armadura, oculta bajo una capa dorada con un águila roja bordada en la espalda.

—¡General Kahn, finalmente está aquí! ¿Qué lo retrasó? —exclamó Arkán con gesto severo, quien no esperó siquiera a que el hombre se acercara al trono, para comenzar a hablar.

—Permítame disculparme, su majestad, la situación en la ciudad es deplorable. Me topé con algunos inconvenientes en el camino.

—Ya veo. —El rey Arkán se levantó del trono—. Kahn, viejo amigo, es imperativo que solventemos esta situación. Me preocupan los numerosos disturbios, sí, pero mi mayor inquietud son los dos prisioneros fugados.

Kahn apenas se había acercado lo suficiente para hacer la protocolar reverencia.

—Su majestad, disculpe el atrevimiento pero he de decir que se lo advertí, no fue sensato intentar llevar a cabo el juicio de la bruja y el Inferus.

Los criados presentes se mostraron anonadados con la franqueza con la que le hablaba el líder de los Inmortales al rey Arkán.

—Lo sé, Kahn, lo sé. Un hombre debe admitir sus errores, y hoy he errado.

Kahn enarcó las cejas.

—Debo solicitar total libertad de acción para los Inmortales, la situación lo amerita. Son momentos como éste para los que existe nuestra organización. —Hizo una pausa—. Mis hombres ya se movilizaron, sin embargo actuamos con muchas restricciones.

—¡Haz lo que creas preciso!

—Como ordene, su majestad. Le aseguro que retomaremos el control.

—Bien. ¿Qué hay de los prisioneros?

—Ya envié a uno de mis hombres en su búsqueda. Es cuestión de tiempo para que los encuentre, señor.

—¿A quién enviaste?

—Dajá.

El rey Arkán se mostró ligeramente preocupado.

—¿Estás seguro de que fue una buena elección? Temo que pueda actuar con imprudencia debido a su pasado. La bruja debe permanecer sana y salva para llevar a cabo nuestro plan, recuérdalo.

—Lo sé, Arkán, pero te aseguro que Dajá sabrá lidiar con ese resentimiento, y ceñirse a las instrucciones.

El rey asintió, manifestando plena confianza en Kahn, y su juicio. Luego se acercó al Inmortal y le colocó la mano en el hombro.

—Viejo amigo, hoy la ciudad de Karián vuelve a requerir las habilidades de tu prodigiosa estirpe. Sé que, nuevamente, no nos defraudarán.

Kahn asintió con la cabeza. Hizo una reverencia y dio media vuelta. Mientras caminaba fuera de la sala, visualizaba la imagen de su padre fallecido hace cinco años, pues era momento de estar a su altura.

El Origen de un InmortalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora