29. Cara a cara

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Ázel respiraba con dificultad. La Inmortal a la que enfrentaba, en cambio, mostraba más entereza; envainaba dos pequeñas dagas con soltura mientras se regodeaba del estado del Inferus.

—¿Es suficiente, Inferus? Aunque admito que tu habilidad es bastante impresionante, no te servirá de nada contra mí —exclamó la mujer.

Ázel apretó la mandíbula con desesperación, o eso hubiese hecho de no ser por su peculiaridad. Luego tendió la mano hacia adelante, provocando que la punta de los dedos desapareciera en el aire, sin más. Comenzó a halar hacia a un lado y el cielo se resquebrajó, como si se separaran dos cortinas que daban lugar a una lúgubre y oscura estancia. Ázel entró y desapareció.

—Por más que lo intentes, no funcionará. Eres muy predecible —aseguró secamente la mujer.

Se calmó y dejó atrás todo pensamiento que pudiera distraerla. Sus sentidos se agudizaron, lo que le permitió percibir cómo el viento, que hace pocos segundos le acariciaba el cuello, desaparecía. Volteó en esa dirección y vio acercarse un sable a gran velocidad, con suficiente tiempo para esquivarlo. La mitad del cuerpo de Ázel era visible, mientras el resto permanecía en aquel misterioso lugar. La Inmortal aprovechó que el joven quedó desbalanceado y lo tomó por la camisa, halándolo hacia afuera. El muchacho cayó a trompicones en el suelo.

—¡Ya es suficiente! —exclamó ella con rostro iracundo.

Soltó la daga que llevaba en su mano derecha, y levantó ésta con la palma abierta en dirección a Ázel. El muchacho escuchó el golpeteo del arma con los adoquines de la calleja, y seguidamente sintió una fuerte corriente de aire proveniente de la mano de la Inmortal. Aquella ráfaga comprimida presionó con fuerza a Ázel contra el piso, hasta que éste quedó totalmente aturdido, provocando que la bruja se apiadara de él y cesara el uso de su habilidad. La máscara de Ázel yacía ahora en el suelo, por lo que la mujer la tomó y observó con curiosidad aquel semblante vacío, sin cuencas, nariz o boca.


—¡Ahora! —gritó Mórrigan.

Dio un vigoroso hachazo a la puerta justo antes de empujarla con el cuerpo, provocando que ésta cediera sin más. Seth temía que Mórrigan portara el pistolete, pero una vez presenció la facilidad con la que derrumbó la puerta, consideró que la mujer representaba un peligro con o sin éste. No debía hacerla enojar.

El lugar era sumamente incómodo. Dos celdas a cada lado de un pasillo principal ancho, con un techo tan bajo que Seth casi lo alcanzaba con la cabeza. Del otro lado de la estancia se veía un escritorio viejo con papeles desperdigados. Había cuatro hombres dentro, incluyendo los dos que habían seguido hasta aquel lugar, con apenas petos como protección.

—¡Intrusos! —gritó uno de ellos.

Seth no perdió tiempo y desenvainó, entonces advirtió que una de las celdas estaba abierta. Oportunamente, habían llegado cuando los soldados se preparaban para transportar a una prisionera que no era otra sino Dadne. Ésta, con ambos brazos encadenados, tomó del cuello a uno de sus captores, aprovechando su descuido debido a la llegada de Seth y Mórrigan.

—¿¡Quiénes se creen que son!? —exclamó uno de los sujetos.

Seth dejó ver su habilidad liberando una llama que impregnaba su mano y parte de su antebrazo. Los tres soldados restantes soltaron sus armas y levantaron las manos con temor. La repentina pérdida de confianza del hombre que acababa de hablar le causó a Seth una sonrisa burlona.

—Sabia decisión —dijo Dadne con arrogancia.

Luego liberó al cuarto hombre y le indicó que hiciera lo mismo que los otros. Éste obedeció sin ningún tipo de oposición. Mórrigan corrió a abrazar a Dadne.

El Origen de un InmortalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora