domingo, 2:17 am

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Bueno, eso no se dio tan bien. A medida que mi temor se desvanece, me empiezo
a sentir un poco ridículo por haberme asustado en primer lugar.

Me miré en el espejo antes de salir, pero no me afeité la barba de dos días que
me ha crecido, después de todo saldría únicamente para hacer una llamada.
Pero sí me cambié de camisa, ya que supuse que me
podría en contrar con algún conocido. O almenos eso era lo que quería…ojalá lo
hubiera hecho.

Cuando salía, abrí ligeramente la puerta de mi apartamento; una sensación de
ahogo evacuó mi cuerpo en ese instante, de alguna forma. Me asomé por el deslucido corredor, tan deslucido como el corredor de un sótano puede ser,
apenas iluminado por un trío de lámparas de neón que no dejan de chasquear.
En el otro extremo, la gran puerta metálica que lleva a la sala principal del
edificio —cerrada, porsupuesto—, y dos oxidadas máquinas expendedoras a su
lado.
Estoy bastante seguro de que nadie más en el edificio sabe que esas máquinas están aquí abajo, que a mi tacaña casera sencillamente no le interesa
reabastecer.

Deslicé mi puerta con suavidad y seguí el camino procurando no emitir sonido
alguno. No tengo idea de porqué decidí hacer eso, pero era divertido rendirse al
absurdo impulso de no perturbar el letárgico zumbido de las máquinas
expendedoras, almenos por el momento.

Llegué al primer descanso de escaleras y subí hasta la puerta principal del edificio. Miré por la cuadrada ventanilla de
la puerta. La penumbra de la noche envolvía las calles de la ciudad, y las luces de los
automóviles que daban la vuelta en la intersección alumbraban desde la distancia como faroles. Nubes púrpuras y negras por el brillo de la ciudad
colgaban inmóviles del firmamento. Nada se movía a excepción de los pocos
abedules de la acera mecidos por el viento.

Recuerdo haber temblado aunque no tenía frío, quizá por el viento de afuera; podía oírlo vagamente através de la puerta y sabía que era ese particular tipo de viento de madrugada, ése que es
constante, frío y callado, salvo por la dulce melodía que provocaba cuando se
abre paso entre las incalculables hojas de los árboles.

Decidí no salir. En su lugar, levanté mi celular a la altura de la ventanilla y
revisé el medidor deseñal. Las barritas llenaron el medidor, y sonreí. «Tiempo
de escuchar la voz de alguien más», recuerdo que pensé, aliviado. Era algo tan extraño, el tenerle miedo a nada. Negué con la cabeza riéndome de mí mismo en silencio.

Marqué el número de mi mejor amiga, Amanda, y acerqué el teléfono a mi oreja. Sonó una vez… y entonces se detuvo. Nada pasó. Escuché el silencio
por unos veinte segundos, y colgaron. Fruncí el ceño y miré el medidor de señal; todavía lleno. Estaba marcando su número de nuevo cuando el teléfono sonó en mi mano, sacándome un buen susto. Lo pasé a mi oreja.

—¿Diga?— pregunté, reteniendo el leve shock de oír la primera voz en días, aun si se trataba de la mía. Me había acostumbrado a los sonidos regulares del
edificio, de mi computadora y el de las máquinas expendedoras en el corredor.
No hubo ninguna respuesta a mi saludo en un principio, pero luego, una voz se escuchó.

—¿Qué hay?— Dijo claramente un joven desde el otro lado de la línea

—¿Quién habla?

—Juan—le respondí, confundido.

—Ah, perdón, número equivocado— contestó, y colgó.

PsicosisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora