•Uno•

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Cuando Alekseev me llamó a su despacho supe lo que quería.

Era mediados de enero, y aunque ya había sido requerida una incontable cantidad de veces desde que me gradué de la habitación roja, no podía evitar sentir un escalofríos casi punzante viajar a lo largo de mi columna vertebral cada vez que caminaba por ese largo, frío y sombrío pasillo.

El eco de las pisadas retumbaba en mi cabeza, la puerta al final del pasillo desencajaba con el aspecto del establecimiento; era demasiada pulcra, como si detrás de ésta te esperaría un sitio seguro, vívido y esperanzador, la salida del infierno. Pero en realidad lo que había detrás de ella no era más que la misma miseria que nos rodeaba. La elegancia, lo altivo y escrupuloso era mera distracción, un engaño para minimizar la vesania del monstruo trajeado detrás del escritorio. Los agentes que me escoltaban me pisaban los talones, con pasos ruidoso y firmes, porte marcado y tenso, como el aire que se respiraba ahí. Era sabido que los hombres a mis espaldas no eran para guiarme, sino para controlarme; a pesar de que Alekseev es un tipo rígido, fuerte e intimidante, toma ciertas precauciones a la hora de reunirse con una de nosotras, especialmente porque no es la primera vez que una de las espías —monstruos creados para escuchar y obedecer, ejecutar y cumplir— decide seguir a sus propios pensamientos: deshacerse del causante de nuestro sufrimiento. Tan solo un movimiento sospechoso, una respuesta irrespetuosa o una mirada desubicada era camino directo a una tortura o vía libre hacia tu muerte.

—La familia Kuznetzov. —Fue lo primero que dijo el director cuando la puerta se abrió y me posicioné en frente del escritorio.

Sostenerle la mirada siempre me costaba mucho esfuerzo. Había algo en lo frío del azul de sus ojos que me recordaba a mi mayor pérdida. O quizá lo pálido y estático que se veía bajo el foco blanco de la luz le daba un aspecto exámine.

De a poco y con movimientos calculados deslizó una carpeta marrón con el sello de la KGB a través de la mesa, hasta dejarlo cerca de mi alcance. Yo no la agarré.

—Su posesion más valiosa es indispensables para el desarrollo y futuro de esta agencia. Ellos rechazaron el acuerdo y se negaron a negociar. Ya sabe lo que tiene que hacer.

Asentí con cuidado.

—La quiero de vuelta en menos de cinco horas.

Descubrí que la familia Kuznetzov se había mudado recientemente a una mansión prácticamente en el medio de la nada. Algo que no fue difícil para ellos, el hombre era socio de numerosas agencias gubernamentales y secretas, había llegado a ser uno de los peces gordos, pero abandonó varios cargos. Tampoco fue difícil para mí acceder a su propiedad. Me encargué de la custodia exterior sin problemas y de la habitación de control en pocos minutos. Observé las pantallas, las cámaras de seguridad revelaban que la pareja estaba en el living, gozando de su último momento de paz. Emprendí camino hacia ellos.

Me adentré al salón al mismo tiempo que disparaba hacía el último guardia que aguardaba junto a ellos, lo tomó tan desprevenido que no tuvo ni tiempo de reaccionar. A la prolijidad y el control nunca lo abandonaba, a diferencia de ellos, que solo bastó mi presencia para desatar el pánico.

No le presté atención al llanto de la esposa, me centré en el hombre, que rogaba por su vida. Sabía lo que iba a pasar, sabía que ya no tenía esperanza, no conmigo.

—¿Cuántas cajas fuertes? —pregunté.

Él estaba paralizado. Moví mi brazo, apuntando la boca del arma hacia su esposa.

—¡Una! ¡Una! ¡Solo hay una! Por favor...

—Las mentiras no te van a ser útiles conmigo.

—No te estoy mintiendo, te juro que no te estoy mintiendo. No le hagas daño a...

13 BULLETSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora