•Dos•

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Una vez más, el hombre volvió a mirarme.

Sostenía en su mano la identificación que le había proporcionado cuando demandó una al verme ingresando al hospital.

Dudó por un segundo, yo le sonreí, mostrándome segura y tranquila.

—Es que no esperaba a nadie hoy, suelen informarnos en la semana quienes están autorizados a entrar. Además hoy es sábado, y los sábados a la noche no dejamos pasar a nadie —me explicó el hombre. Por su inseguridad, parecía ser relativamente nuevo en el puesto de trabajo. Volvió a dirigir su mirada a mi identificación mientras pasaba una mano por su frente sudada.

Hacía mucho calor, y era lo que esperaba de un lugar como San Pablo, pero es que simplemente no me agradaba. Me hacía sentir molesta y me alteraba un poco la húmedad cálida y densa del aire. El hombre indeciso que tenía en frente lo empeoraba aún más. El tiempo —creía en ese entonces— era lo único a lo que podría llamar un digno y potencial contrincante capaz de superarme; a medida que los minutos corrían, las posibles fallas en la misión se volvían más concisas.

El guardia, de unos treinta años, poca experiencia en su profesion, cabello oscuro y tez morena, se movió cambiando de posición, denotando nerviosismo. Apoyó su mano en el cinturón y pude observar como de éste colgaba una linterna, un arma y un radio portátil. Su reloj digital en su muñeca marcaba las tres y veinte de la mañana, debía apresurarme, pero él parecía todavía indeciso.

Certero era para mí que podría haberlo persuadido de cientos de maneras diferentes para que me dejara entrar. Podría haberlo sobornado, seducido e incluso disparardo con el arma que tenía oculta en mi pollera, pero no lo hice. Iban a traer consecuencias que arruinarían el futuro de esa misión tan importante. No me iba a arriesgar. Lo hice de la manera fácil.

—Lo entiendo completamente —dije, sin apresurarme por hablar. Si bien manejaba varios idiomas a la perfección, el portugués era el que más se me dificultaba. Marqué cada palabra, tratando de que la pronunciación sonara fluida, y le dediqué una sonrisa a modo de disculpa, luciendo comprensiva—. Me mandaron del hospital de Londres de urgencia justo ayer para analizar los resultados de una paciente con síntomas compatibles con los de un paciente de allá, es complicado. Entiendo que no le hayan avisado, apenas me ordenaron venir hacia acá me tomé el primer avión que salió.

Él asintió, escuchándome atentamente.

—Pero si no queda otra opción —continúe, con un tono apenado fingido—, voy a tener que llamar a su jefe para que averigue. Es una lástima porque es muy tarde y...

—No, no hace falta —se apresuró, hablando atropelladamente, al verme llevar mi mano hacia mi bolsillo para tomar mi celular. Lo noté ponerse aún  más nervioso—. No es necesario. Solo... solo déjeme apuntar sus datos en la planilla de los ingresantes y la voy a poder dejar pasar —explicó y se adentró a su garita.

Yo asentí y esperé mientras lo contemplaba a través del cristal anotar mis datos falsos en la hoja. Salió con una sonrisa forzada y una mirada agotada, cuando me entregó la identificación supe que la razón por la cual accedió a dejarme pasar, además de no ser despedido, era para seguir dormitando en su silla.

—Ya puede pasar, que tenga una buena noche, doctora Robinson.

Hice un sutil movimiento de cabeza a modo de agradecimiento y luego de que me abriera las puertas, ingresé al hospital.

En realidad era una clínica privada de la cual mucho no me fiaba, y tan solo me tomo unos minutos darme cuenta. La seguridad era muy mala, estaba ubicada a dos kilómetros de cualquier urbanización más cercana y por dentro parecía estar totalmente vacío.

13 BULLETSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora