Cada día recorro los pasillos del instituto, cabizbaja, procurando no tropezar con nadie y desvelar que no soy invisible. Entro en la clase, y debajo de las miradas, me siento en el último pupitre y escribo. Escribo miles de vidas. Miles de vidas que me gustaría vivir, sentir. Cierro la puerta al exterior, a las personas... y la abro a un nuevo mundo donde todo es posible. Donde no soy esta persona. Donde no soy un monstruo. Y donde dejo de usar ropa de invierno durante todas las estaciones del año.
Después bajo las escaleras, las mujeres van con faldas de verano, y estamos en mayo. Me siento tan distinta a la vez. Me acuerdo cuando podía hacer eso. Mirarme al espejo y sentirme preciosa. Llevar mi falda preferida azul con motitas blancas. Lucir hombros y salir a la calle sin miedo a que nadie se quede mirando. Parece tan lejano, ya no me acuerdo de la sensación, la sensación de ser libre.
Camino contando las baldosas del suelo, veo a un grupo de gente delante de mí, acaban de salir y se dirigen camino a casa. Podría unirme a ellos, relacionarme. Tener amigos otra vez. Pasa una chica por mi lado, me saluda, es una vieja conocida. Pasa de largo y se une a ellos. Ha cambiado tanto. Como todos. Entonces se ríen y ligeramente dos de ellos se giran. El miedo se apodera de mí. Cambio de acera. Camino más rápido. Las gafas resbalan por mi nariz, miro ansiosamente a mis pies para que vayan más rápido. Cruzan de acera ellos también. Entonces yo voy delante y me siguen o puede, me persiguen. Ríen más fuerte. Mis piernas no dan más de sí. Giro una esquina. Pasan de largo. Me siento en un portal, por fin puedo respirar tranquila. Me levanto y continúo mi camino.
Llego a mi casa. Las manos me tiemblan pero consigo introducir la llave en la cerradura. Mi madre me saluda amablemente, mientras hace la comida. Voy a mi cuarto, me quito la calurosa ropa y me visto de ropa corta y cómoda. Voy a darle el beso de llegada a mi madre y me mira. Ha pasado el tiempo pero sigue dibujando la misma expresión que cuando me vio por primera vez así, cambiada. La recuerdo cada vez que me mira. Es una mezcla de tristeza y compasión. Como si se sintiera culpable. Pero yo sé que no tiene culpa de nada. Y me abraza. Y me ordena poner la mesa. Me ordena vivir como si fuera normal. Como si mi piel fuera normal. Y le hago caso y actúo como si no me pasara nada. Como si todo esto hubiera sido un sueño con pinta de pesadilla. Como si solo fueran los últimos diez minutos de cama un lunes por la mañana.
Luego me dirijo a mi habitación y observo mi cuerpo reflejado en la ventana. Es tan distinto al de las otras chicas. Se parece a una jaula. Con cada barrote dibujado. O como si fueran unos ríos de todo el agua de mis lágrimas. Puede que por esto sigan creciendo en cada parte de mi cuerpo. Cada lágrima hace que el río continúe su caudal.
Igual es hora de ser fuerte, de aceptarme. De recapacitar y darme cuenta que nunca voy a poder cambiar, nunca voy a ser otra persona. Que puede la belleza no se encuentre en los ojos de quienes me miran, y que tendré que vivir con ello. Igual podemos ir al picnic de nuevo y reír rebosante en la húmeda hierba. Salir con mis antiguas amigas y permitir que observen mi cuerpo, permitir que me acepten. Permitir que me quieran.
Y es que a lo mejor todo era más sencillo de lo que pensaba. Puede solo era salir a la calle y ser libre de nuevo. Girarme y mirar a los ojos a aquellos que se reían. Y así detener que lo hagan con más gente. Mirar a mi madre, hablar de lo que me pasa y sonreír mientras vemos nuestra película favorita.
Y ser fuerte. Ser libre. Ser yo misma.
Puede solo sea así de simple. Así de fácil.
