SAVILLE ROW

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El destino es algo incierto. Un día puedes tenerlo todo y al día siguiente nada. O por lo menos esas conclusiones sacaba la muchacha de quince de años que a las cuatro de la madrugada permanecía oculta bajo las sábanas leyendo un libro.

Era una chica delgada y ojerosa, con el pelo castaño oscuro, tez blanca y unos grandes ojos verdes, iguales a los de Beatrice, su difunta abuela. Llevaba unos pantalones de pijama rotos y una camiseta ancha que solía tener el estampado de un girasol en el centro, pero que estaba tan gastada que ahora solo se le veían unos cuantos pétalos. Era el único recuerdo que le quedaba de su Jennifer, su madre, por lo que se negaba a sacársela, por muy sucia que estuviera.

La vida de Larissa Green era de lo más común y corriente, asistía al colegio, tenía varios amigos, buenas calificaciones, y una familia muy unida. Hasta que una noche todo cambió de la noche a la mañana, cuando Lara presenció ante sus ojos como unos seres que no parecían de este mundo, les arrebataban la vida a sus padres.

Lara recordaba aquella noche como si fuera ayer, y como ese día había corrido tan deprisa por el bosque que sentía que los pies se le iban a despegar del cuerpo. Esa vez Lara escapó por poco, las figuras recorrieron en bosque durante toda la noche, pero para su suerte estas nunca levantaron la vista hacía uno de los árboles donde Lara y su perro se habían escondido para pasar la noche, y al día siguiente ya no había rastro de esos seres tan escalofriantes, era como si nunca hubieran existido.

Lara cerró su libro "Los secretos del pasado" de Caleb Smith, apagó la luz, y cayó profundamente dormida. Junto a ella, había un pequeño Beagle acurrucado.

A la mañana siguiente, se escuchaban unos pasos en el pasillo y se veía una sombra tras la puerta del dormitorio. La muchacha que permanecía profundamente dormida ahora miraba la puerta y Sparkie gruñía.

Lara se aferraba tan fuerte a las sábanas que los nudillos se le empezaban a poner blancos. El cerrojo de la puerta se abre y entra un hombre alto que cruza a grandes zancadas el dormitorio de Lara. Sparkie al reconocerlo se lanza a sus pies moviendo la cola desesperadamente. Se posa en el alfeizar de la ventana y abre las cortinas dejando entrar una luz cegadora que recorre todo el dormitorio. Lara inmediatamente esconde la cabeza bajo las sábanas para protegerse de la luz. El hombre se acerca a la cama e intenta destapar a Lara, lo que se convierte en una pelea por sacar a la niña de la cama.

-Que sea sábado no significa que puedas dormir hasta el mediodía- le advirtió una voz grave. El sonido familiar de aquella voz hizo que Lara dejara de pelear para escrutar el rostro de su tío- todavía tenemos mucho que conversar.

Era un hombre formidable a diferencia de su padre, pero la semejanza entre ambos era tal que cada vez que Lara lo miraba a los ojos un escalofrío le recorría el cuerpo. Tenía el pelo negro y brillante hasta los hombros, lo cual siempre tentaba a Lara a tocarlo, aunque nunca lo hizo.

-Llevamos tres años hablando de lo mismo Killian- gruñó Lara- ya me cansé.

-Tus padres no dieron la vida por ti para que su hija se ande quejando por la vida- le reprendió su tío con el ceño fruncido- levántate, vete a la ducha y quítate de una vez por todas esa polera, que le empezaran a salir hongos- se dirigió hacia la puerta y se volteó para mirar a Lara que seguía acostada- te veré dentro de una hora en mi oficina. No llegues tarde.

Killian desapareció cerrando la puerta. Lara se quedó unos segundos acostada, debatiéndose si hacerle caso o no a su tío. Inmediatamente se dio cuenta de que no le convenía desobedecerle, por lo que se levantó y se dirigió pesadamente hacia la ventana para observar el hermoso paisaje que ofrecía Londres un sábado por la mañana.

El jardín de Killian tenía tanta variedad de colores que mareaba si te quedabas mirándolo mucho tiempo. Lara apartó la vista y observó detenidamente su pieza. No era tan grande como la que tenía en San Diego, y tampoco tenía los miles de posters de músicos, famosos científicos y animales colgados en la pared tras su cama, pero debía admitir que su tío se había esmerado en convertir la nueva habitación de su sobrina en un espacio agradable. Había colgado flores y unas pequeñas estrellas en el techo. Las sábanas eran rosadas y desteñidas, al igual que la cuatro paredes. Lara sonrió ante aquella explosión de rosado. Algún día le diría a su tío que odiaba el rosado, y que sus gustos no eran nada parecidos al de una niña de quince años, pero ese día no sería hoy.

Lara GreenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora